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1312 7 Mayo 2013

 

El naufragio de una sociedad entera
Hugo L. del Río

Monterrey.- El futbol es el más hermoso de los deportes. Pero lo prostituyeron los miles de millones de dólares que ruedan al parejo del balón. Eduardo Galeano, como buen uruguayo doctor en soccer, se pronunció, siempre, contra la profesionalización del juego.

Tal vez no sea para tanto, pero impresionan los frecuentes escándalos de corrupción, sobre todo en Europa –el Olympic de Marsella y el París-Saint Germain dan miedo. En Monterrey, el encuentro entre las oncenas está siendo manipulado de la manera más vil. De entrada, el poder de los intereses creados desarboló buena parte de nuestro de por sí semidesértico entorno; lo que era diversión ejemplar que invitaba a la emulación dejó de ser justa deportiva para convertirse en espectáculo.

El siguiente paso era lógico: vincular la competencia por el gol con el consumo de cerveza. Los estadios regiomontanos son las más grandes cantinas del mundo. Papá y mamá llevan al peque, quien divide su atención hacia la justa deportiva con la admiración por la capacidad de trasiego de sus progenitores. Los padres llevan de la mano a los pequeños al camino del alcoholismo.

Después vino el fanatismo con su inevitable secuela de insultos y agresiones físicas. Y llegó lo peor: el fut se ha convertido en una adicción: la gente se forma en línea en ocasiones toda la noche, incluso bajo la lluvia o el frío, para comprar su boleto. Eso no es sano. La tele cumple con su función de atacar la inteligencia: entrevista a los adictos, los hace sentir como héroes griegos, los felicita por su apego a la camiseta: les da sus minutos de gloria y fama. Después de eso, morir es nada.

El regiomontano deja de ir al trabajo –como si sobraran plazas– y en días pasados, con la mansedumbre de las reses que son llevadas al rastro municipal, se dejó timar por el América y con una sonrisa, un tanto triste, pero sonrisa al fin y al cabo, aceptó pagar, en vez de cien pesos, casi mil 200 porque a los señores americanos así se les antojó. Quince mil hombres y mujeres que aceptaron el abuso –la resignación, el fatalismo de la raza de bronce– viajaron al defe: tuvieron que hacer gastos adicionales en comida, bebida y todo eso. No les importó.

¿Convirtieron al futbol en el eje de sus vidas? Eso parece. Es, hasta cierto punto, entendible: ¿en quién, en qué van a creer, a qué valor, por decir algo, se pueden aferrar? Simplemente tratan de sobrevivir al naufragio de toda una sociedad. Además, con mentalidad de rebaño, se sienten seguros al formar multitud. Les han hecho creer que cada uno, en lo individual, no vale nada, pero juntos son temibles o, por lo menos impresionantes.

Nos preocupan mucho las adicciones a las drogas, el alcoholismo, la ludopatía, pero la degradación que está provocando el fut no ha encendido luces rojas. El juego no tiene la culpa –hasta en eso estamos mal: vemos el encuentro pero no practicamos el deporte–: es bellísimo. Pero dejamos que nos lo quitaran y ahora es una de las más fuertes apuestas para descerebrar a los mexicanos. “Estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus cabezas”, escribe Erasmo.

 

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