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1374 1 Agosto 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
Don Ernesto
JRM Ávila

Monterrey.- Al vernos sentados en hilera, Don Ernesto se acerca para decirnos. “Así, como están acomodados, hicieron que me acordara de cuando hice mi servicio militar”. Se detiene para ver qué cara ponemos y al notar que ha captado nuestra atención sonríe.

“Llegábamos temprano y nos sentábamos en hilera, al fondo del campo, cerca de una barda pegada a la vía del ferrocarril, esperando a los instructores militares que nos ponían en chinga desde que llegaban hasta que se cumplía la hora de salir”, vuelve a guardar silencio y a sonreír, satisfecho porque lo escuchamos ávidos de saber acerca de sus andanzas.

“Nos sentábamos como pájaros sobre un alambre, todos en cuclillas comiéndonos el lonche, sin compartirlo, apurados, pensando que si no nos lo acabábamos rápido no habría manera de comer a ninguna otra hora y tendríamos que esperar hasta que terminara la instrucción militar”.

Hace nueva pausa. Mira las nubes que se amontonan y amenazan descargarse en las próximas horas. Debe ser de la misma edad de mi tío Chuy, al que los del sitio de autos de Félix U. Gómez y Tapia apodaban Rebeco, que por rebelde se entendía en aquel tiempo. Él era en ese tiempo motociclista y conductor de una carcacha de carreras.

“Y de repente llegaban los instructores a pasar lista y a revisar si el corte de pelo era el adecuado y si no lo era, teníamos que salir a ver si estaba desocupado algunos de los peluqueros que parecían auras, esperándonos, y estaban conchabados con los instructores, para que no les faltara trabajo”, dice Don Ernesto, mientras niega con la cabeza y sonríe, como si no creyera sus recuerdos, como si fueran de otra persona.

No sé cuantas veces he visto esa expresión en el rostro de mi tío, recordando su juventud, que pasó como si fuera rico pero nadie sabe, tal vez ni él, de dónde sacó aquella motocicletota que terminó quebrándole una pierna y la carcachita de carreras que seguro era prestada, porque la verdad es que nunca supe en qué trabajaba.

“Teníamos que ir preparados para el caso de que a los instructores se les pusiera, a veces nomás por sus huevos, que nuestro corte de pelo no estaba bien y no vengas hasta que te lo cortes y si tienes faltas de más te chingaste, hasta el otro año, de remiso, y aplazar el trabajo porque no tenías cartilla”.

Mientras hace esta pausa para semblantearnos otra vez, me pregunto si el tío Chuy hizo su servicio militar y lo único que recuerdo es su retrato grande en el que aparece con una gorra de visera y un adorno al frente en forma de ancla.

“Afuera se frotaban las manos los peluqueros y te esperaban con una sonrisa de sorna, sobre todo cuando ya casi no había pelo qué cortar y te metían el corte a ras, para no hacer quedar mal al instructor. Seguro que algunos peluqueros eran compadres o hasta soldados disfrazados de peluqueros, o peluqueros del mismo campo militar”, sonríe el hombre y nos mira. “¡Caray! Tenía años de no acordarme de todo eso y se me vino nomás con verlos sentados así”.

Don Ernesto niega con la cabeza, sonríe y, sin despedirse, da media vuelta y se retira. Todos sonreímos y, mientras lo veo irse, recuerdo al muchacho que fue mi tío en aquellos tiempos.

“Tengo que preguntarle sobre sus propios recuerdos, antes que los olvide”, pienso mientras llega la lluvia y nos empieza a dispersar.

 

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