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1375 2 Agosto 2013

 

Luneir y Jark
Alejandro Marín

Ciudad de México.- Luneir y Jark vinieron de otros lares. Caminaban a veces largos días, a distintas naciones, al llegar, descansaban mucho, miraban, escuchaban en silencio. Luneir miraba detrás de cada palabra las luces que no brillaban, pero que ahí estaban, oración a oración, rascando hasta lustrar la poética que, cubierta de lírica, daba soporte a la voz de los blancos y amarillos pobladores de Atkar.

Incluso era capaz de darle muy otros sentidos a un respiro, Luneir sin siquiera pensarlo dilucidaba su poética, la miraba. Luego del desayuno, en cada descanso, Luneir charlaba con los niños de Atkar. Los escuchaba detrás de sus sonrisas, de sus gritos de alegría, de sus llamados a reunirse para el siguiente juego. Hacía tiempo que no veía tantos niños juntos, tanta alegría.

Jark usaba un largo cabello radiante, una voz tenue de fina nota, de blancas manos. Jark pintaba cada superficie que tocaba. Según su estado de ánimo, según el sentir de su espíritu, o según la historia de cada superficie, su mano trazaba color, tonalidades de grises, blancos y negros, y en casos extraños su piel al contacto con otra superficie además de teñirla, le daba algún tipo de relieve. No siempre el teñido era permanente, dependía ello del ímpetu del momento.

Por el contacto de su piel con su ropa, su atuendo cambiaba de color de vez en vez, tenue o drásticamente. Le daba gracia el que los habitantes de Atkar no pudieran explicarse este fenómeno.

Podía dejar rastro de color si caminaba descalza. Podía cambiar el color de la luz de las luciérnagas si estaba triste, confundida, contenta o ilusionada. Por cierto, las luciérnagas la seguían mucho, cual si gustaran de cambiar de color.

Luego de unos meses, Luneir se enamoró de un mudo llamado Suics Tolusez de Corde (que era hijo de Tolus, familia amarilla nacida en la esquina de Corde), decía que sus silencios eran maravillosos, todos y cada uno de ellos eran canción. Suics, a su vez, quedó atrapado de la negritud lustrosa que la piel de Luneir ostentaba. Esa negritud de gradiente marrón y azul muy oscuros, no era cromática sino cultural.

No se cansaba de mirarle y mirarle cada curva, cada pliegue, cada imperfección cutánea, la cual se deleitaba de leer al modo braile. Suics de por sí hacía danzas y sin saberlo hacía canciones con su cuerpo. Hacía danzas con herramientas que él mismo había diseñado con maderas, cueros y metales moldeados a voluntad. Percusiones dancísticas que replicaba de su fantasía afectiva, cognitiva, creativa.

Para la población de Atkar esas danzas eran "ruidos", eran un fastidio. Sólo algunos niños le ponían atención para, en seguida, reírse de él y de su falta de palabra. Gracias a los niños, Luneir conoció a Suics. Jugando con ellos, lo llevaron bosque adentro donde, a cielo abierto, daba sus recitales a los astros.

Jark mantenía una relación afectiva con Luneir. Pueblo a pueblo, se habían conocido piel adentro. Sus corazones no proponían propiedad ni pertenencia, sino un cobijo mutuo llamado cultura. Cada que llegaban a un nuevo lugar, tal cual había pasado pueblos atrás, replicaban comunidad por veredas diferentes, sembraban patrimonio intercultural inmaterial. Ya el pueblo decidiría si lo germinaba, lo crecía y lo cosechaba, o no.

Leían en el Xähekifomu, un libro de ideogramas que siempre cargaban, situaciones que algunos habitantes de Atkar no entendían pero que gustaban de escuchar. En cada pueblo encontraban un grupo de interesados en escuchar estas historias, que sin entenderlas, eran melodías de vocablos y entonaciones armónicas en un compás rítmico que simplemente atraía. Reían mucho, cantaban a lo largo de páginas grandes de grandes dibujos, de grandes grafos.

Cada nuevo pueblo a visitar, cada nación, salía de ese libro y ese libro les indicaba para dónde andar. Una vez fuera del libro, cada pueblo y cada nación contaban su propia historia, así, en cada lugar visitado trazaban nuevas páginas.

Luneir y Jark eran jóvenes adultos que gustaban de abrir los poros, prender los sentidos, oír detenidamente como un segundo le cedía paso al siguiente, escribir ideogramas a partir de lo que el pueblo contaba de sí, como si el libro fuera su diario y no su creador.

Cada nueva época, había que partir y dejar atrás el pueblo que les había dado cobijo, alimento y amigos. Las semillas debían germinar en su momento, ya vendría el temporal.

arandanoypitaya@gmail.com

 

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