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1420 4 Octubre 2013

 

El 2 de octubre y los violentos
Luis Miguel Rionda

Guanajuato.-  El 2 de octubre no se olvida, y por supuesto así debe ser. La conciencia nacional ha convertido a la masacre estudiantil de 1968 en un ícono de la resistencia cívica ante el autoritarismo.

El irascible Díaz Ordaz y su sórdido secretario de Gobernación dieron la orden de “dispersar” y reprimir una manifestación pacífica que ni siquiera estaba perturbando el orden; vaya, ni siquiera la circulación vehicular, que entonces era moderada. Pero las olimpiadas estaban a diez días de distancia, y el país (su gobierno, más bien) no podía permitir que unos jóvenes “rojillos” arruinaran la fachada de nación democrática que quisieron venderle al mundo.

La represión fue brutal, y para justificar la misma se utilizó la engañifa de hacer pasar a los estudiantes como los agresores de los soldados, a quienes supuestamente se les balaceaba desde los edificios laterales a la plaza de Tlatelolco. Con el tiempo se supo la verdad: tanto los estudiantes como el ejército –que tuvo tres bajas mortales- fueron víctimas de un complot fraguado en la Secretaría de Gobernación para simular una confrontación.

El perpetrador fue el batallón Olimpia, un destacamento paramilitar entrenado –en teoría- para cuidar la seguridad durante las olimpiadas, que disparó desde las alturas con armas largas y cortas contra la muchedumbre, incluyendo los soldados, cuyo comandante el general Hernández Toledo fue de los primeros en caer abatido, junto con docenas de estudiantes, soldados y personas comunes.

El gobierno culpó de la agresión a los estudiantes y a sus profesores y se inició una persecución de centenares, muchos de los cuales fueron condenados a años de prisión en Lecumberri, por el delito de “disolución social”. Y hay que decirlo: los medios habían convencido a la mayor parte de la sociedad mexicana de que se trataba de una conspiración comunista extranjera, y el ambiente –sobre todo en provincia- se tornó en contra de los universitarios.

Un ejemplo fue lo que ocurrió en San Miguel Canoa, Puebla, el 15 de septiembre anterior, cuando los habitantes del pueblo, azuzados por el cura, masacraron a varios trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla al confundirlos con estudiantes revoltosos.

A 45 años el 68 es un ícono de la izquierda mexicana. Pero es un ícono crecientemente desconocido y desvirtuado. Hay grupos que intentan apoderarse de su simbolismo y tratan de equiparar al actual Estado mexicano y al gobierno del Distrito Federal con sus antecesores de ese entonces.

Se ha vuelto recurrente que grupos de fanáticos “anarquistas” se apersonen en esta y en otras marchas reclamando el respeto a su “derecho de libre expresión” pero ejerciendo la violencia en contra de la policía local y federal. Las banderas no podían ser más anacrónicas: “socialismo o muerte”, “alto a la represión”, “muera el neoliberalismo”, “amarre a su granadero”, y demás perlas de la obsesión con el pasado.

Las banderas políticas del movimiento del 68, que se resumían en los famosos seis puntos del Consejo General de Huelga, tenían que ver con la defensa de las libertades ciudadanas ante el Estado; todavía no se demandaba la democratización del sistema. Sin embargo ambos componentes han sido alcanzados y consolidados en estos 45 años, sobre todo en los últimos 20.

 Los movimientos sociales actuales tienen que ver con demandas específicas de los conjuntos que los integran, como el de los maestros. Tenemos todavía carencias muy importantes en ámbitos como el de la justicia y el del acceso a satisfactores como la salud y la educación, pero se ha avanzado muchísimo en el espacio de las libertades políticas.

Desconocer este hecho es evidencia de una ignorancia supina, como la estulticia de los vándalos que hoy día creen que es su deber de clase aporrear a policías desarmados. Por cierto, policías que pertenecen a un proletariado al que con frecuencia desprecian los privilegiados que asisten a las universidades, por atreverse aquéllos a trabajar como agentes para el gobierno.

En lo personal, me enfurece constatar cómo se ha devaluado en nuestro país el derecho a la libre manifestación pública de las ideas, por culpa de los radicales. En el 68 y en el 71 los violentos fueron los granaderos y los paramilitares, no los manifestantes. Era claro quiénes eran las víctimas. Hoy vemos el escenario contrario.

El mundo al revés: los patos, furibundos, le tunden a las escopetas. El Estado incapaz de ejercer el monopolio de la violencia legítima. Las víctimas: los ciudadanos, las causas legítimas y el propio Estado, en sus gobiernos de centro, de izquierda y de derecha. Nadie gana, todos pierden.

Luis Miguel Rionda es antropólogo social y profesor investigador de la Universidad de Guanajuato, Campus León.
luis@rionda.net
Twitter: @riondal

 

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