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1596 9 Junio 2014

 

70 años del Día D
Hugo L. del Río

Monterrey.- Hace setenta años, cientos de miles de hombres de una docena de nacionalidades iniciaban la batalla para liberar a Europa Occidental del fascismo alemán. El Muro del Atlántico, inexpugnable, según la propaganda de Goebbels, cayó, en algunos tramos, en cuestión de minutos y, en otros segmentos, en horas.

La guerra es el arte del engaño, escribió Sun Tzu hace dos mil 500 años. Hitler mintió a su propio pueblo: los aliados jamás desembarcarán en Europa, gritaba. A su vez, las democracias idearon una serie de añagazas para desorientar al austriaco.

En realidad, la Alemania hitleriana estaba derrotada desde 1943: primero en Stalingrado y poco después en Kursk, donde se libró la mayor batalla de tanques de la historia: tres mil 500 carros soviéticos contra dos mil 500 blindados nacis. El Alamein fue otra batalla decisiva ganada por el Octavo Ejército inglés del mariscal Sir Bernard Montgomery.

Un año después, la Luftwaffe había dejado de existir y pudieron desembarcar en Normandía, sin oposición aérea, unos 200 mil norteamericanos, británicos, franceses, españoles republicanos, griegos, polacos, holandeses, noruegos, un número que jamás se conocerá de mexicanos –uno de ellos fue Rodolfo Acosta, el villanazo de Salón México– y contingentes de muchas otras naciones.

Los magnates que elevaron a Hitler al poder –Krupp, parte de la familia Thyssen, IG Farben, Porsche y todos ellos– se apresuraron a preparar sus credenciales de antifascistas. Estas megacorporaciones, florecientes hoy en día, explotaron a millones de prisioneros de guerra: cortesía del Tercer Reich. Cientos de miles de cautivos murieron de hambre, frío, enfermedades curables. Eran esclavos: no había por qué pagarles sueldo ni darles un trato humano.

Hasta el último momento, las oligarquías de Alemania, Italia, Francia y otras naciones ocupadas, así como el Papa Pío XII, se esforzaron por romper la coalición antifascista: el verdadero enemigo, decían, no es Hitler, sino Stalin. Hay que hacer la paz por separado con Alemania y lo que quedaba de la Italia de Mussolini y unir a todas estas grandes masas de millones de hombres para destruir al Ejército Rojo y ocupar la Unión Soviética.

Allen Dulles, jefe de la OSS –antecesora de la CIA– en Suiza adoptó la misma línea: negoció con los alemanes a espaldas de Washington y cuando se descubrió su juego, repitió la consigna de las grandes burguesías: el enemigo es el comunismo, no el fascismo.

En 1933 Hitler llegó al poder apoyado en los millones y millones de marcos, dólares –Henry Ford, antisemita hasta la médula, fue uno de los mecenas del fascista germano–, libras esterlinas y francos que aportaron los dueños de las grandes corporaciones y la gran banca internacional. ¿Se libró Hitler del control de los financieros de medio mundo? Parece que a ratos sí. Derrotó a Francia en cuarenta días, pero los ingleses, apenas a treinta kilómetros del puerto francés de Calais, resistieron solos durante un año todo el poder y la furia del nacismo.

¿Gran estratega este mediocre aspirante a pintor? No puede con los británicos y abre un segundo frente en la URSS. Pearl Harbor enardece a los norteamericanos contra los japoneses, pero es Hitler quien le declara la guerra a Estados Unidos. Los oligarcas alemanes e italianos –ahora resulta que Beretta armaba a los partisanos– no sólo salieron indemnes de la más devastadora de las guerras: se enriquecieron todavía más con la sangre de unos 60 millones de personas muertas en Europa y África –la guerra en el Pacífico es otra historia–.

Pocos, muy pocos criminales de guerra fueron ejecutados. Se calcula que, con la asistencia de el Vaticano, llegaron unos 60 mil genocidas a Argentina, para no hablar de Paraguay y otros países iberoamericanos, que asilaron a los asesinos de pueblos.

Pero la Guerra Fría comenzó desde el momento que un joven sargento soviético hizo ondear la bandera de la hoz y el martillo en las ruinas de la Cancillería berlinesa. Los servicios secretos de Washington, Londres, París y Moscú se apresuraron a ofrecer empleo a miles y miles de espías nacis. Con sobrada razón escribe el historiador y periodista inglés Paul Johnson: “Pero, ¿habrá alguien tan estúpido que crea en la justicia?”.

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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