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1731 15 Diciembre 2014

 

 

Muerte justa de los mandones musicales
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Hasta hace algunos años, la industria discográfica era dueña del éxito o fracaso de los compositores, músicos y cantantes de cualquier género, en especial de la bachata y el reguetón, modas recientes.

Los artistas musicales bailaba al compás de los altos jerarcas, como Tommy Mottola, y les cedían los derechos de sus creaciones para manipular y controlar el gusto popular, mediante canales exclusivos de distribución donde predominaba la basura comercial por encima de lo artístico.

Pero Internet caducó una buena parte de los modelos de negocio discográfico y aniquilará a los intermediarios monopólicos cuya influencia en los artistas y consumidores comienza a languidecer por la piratería digital. Ante esta conversión de la economía de la escasez musical a la economía de la abundancia de opciones artísticas para el consumidor, los únicos que pierden son las grandes corporaciones como Sony Music.

¿Y la respuesta de las productoras musicales? Los tribunales. A excepción de algunas independientes, las empresas discográficas no hacen el mínimo intento por adaptarse a las nuevas condiciones. Prefieren gastar sus recursos y tiempo en demandas, cabildeo con legisladores para aprobar leyes más severas y compra de periodistas para que defiendan sus posiciones mercantiles.

Pese a todo, la gente sigue descargando música en sus celulares, porque en los catálogos digitales alternos podemos encontrar casi todos los géneros, comenzando por YouTube y pasando por Spotify. Y si además las condiciones se lo permiten, no pagaremos ni un centavo por ello. Algo muy parecido a lo que ocurre mientras escuchamos música ambiental en los centros comerciales o en las estaciones de radio: ¿acaso pagamos por escucharla?

Lo peor es que según Joel Waldfogel, investigador de la Universidad de Minnesota, las descargas de canciones no llegan a perjudicar la creación de nueva música, contrario a lo que nos quieren convencer las productoras y las sociedades de derechos de autor que no entienden que el valor de una copia es igual a cero.

Viene a cuento una frase cínica del magnate ferrocarrilero Cornelius Vanderbilt: “¿para qué quiero las leyes si tengo el poder?” En cambio, la industria discográfica busca las leyes porque ya no tiene el poder. Las leyes de derecho de propiedad artística fueron fabricadas a imagen y semejanza de los intermediarios, para favorecerlos a ellos y no para beneficiar a los consumidores. Menos a los artistas, que reciben un porcentaje ínfimo de las ganancias de cada álbum o canción que posicionan en el mercado y con lo que intentan vivir compensándolo con presentaciones en vivo.

Desde luego, el caos y la anarquía propia de las redes sociales no nació para favorecer a ningún gremio en particular. Pero antes de sumarse a las quejas hipócritas de sus patrones, los auténticos creadores de música tendrán que ajustar su repertorio a los nuevos canales de distribución y cadenas de valor que ofrece Internet. Cambiarán a su favor los márgenes de ganancia y serán mayores las posibilidades en este nuevo ecosistema digital. Ante nuevos entornos, nuevas actitudes.

Claro, de las grandes productoras discográficas pasamos a otro tipo de intermediarios: Apple, por ejemplo, con su tienda en línea iTunes. Pero la diferencia consiste en que iTunes da un 70 por ciento de sus ingresos a quien coloca ahí sus canciones y no selecciona arbitrariamente a sus artistas para exhibirlos ante sus consumidores. Ese canal de distribución marcará la diferencia en el futuro próximo. Las cosas en el mundo de la música grabada cambiará más pronto de lo que pensamos.

 

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