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1796 14 Marzo 2015

 

 

Los valores republicanos y los modernos huehuenches
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- Las imágenes y videos de la visita de Estado que realizó el presidente de la República Mexicana a la Gran Bretaña ponen de manifiesto que en el corazón de las altas esferas sociales (como antes se decía) de nuestro país, se escucha todavía algún pálpito monárquico.

Advierto esto cuando miro al mandatario mexicano en el palacio de Buckingham acompañado de su consorte y las hijas de cada uno de ellos, vestidos con toda la gala y magnificencia de una familia real. También la solemne procesión de carruajes de caballos con sus insignes pasajeros y la de los convidados dirigiéndose al banquete encabezados por la reina Isabel II. Las actitudes y gestos de Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera los muestran un tanto inseguros. Caminan medio desatinados en el cortejo, pero al fin, pasan la prueba de su participación en las obsoletas pompas cortesanas con las cuales el gobierno inglés acostumbra deslumbrar a sus visitantes.
   
Quien no pasa el examen es la República. Se traiciona y desfigura cuando abandona la sobriedad propia de un sistema que repudia todos los privilegios y que descansa en el reconocimiento al mérito de las personas como único criterio para recibir distinciones. Ninguno tienen la mayoría de los convidados, empezando por los familiares o amigos, quienes tampoco ostentan representación oficial alguna.Como si de un jeque feudal y multimillonario se tratase, el presidente mexicano carga con una comitiva de doscientas personas, que le cuestan al erario, empobrecido para las obras colectivas, pero bien surtido si se trata de pagar los despilfarros de quienes lo administran como si fuera su propio peculio. Allí van empresarios enriquecidos a costa de usufructuar concesiones y ventajas ofrecidas por el Estado, altos funcionarios ejecutores de la entrega del patrimonio público y nacional a los grupos financieros internacionales, domesticados políticos de la “oposición”, que bien sirven para simular un talante democrático del gobierno y demás acompañantes, a cual más superfluo e inútil.
  
Las decadentes monarquías europeas, como la española o la inglesa, entre sus escasas y restantes funciones, tienen la de agasajar a los personeros de gobiernos extranjeros a quienes deben lisonjear para ganar espacios económicos. (El año pasado, en vísperas de su abdicación, el desprestigiado rey de España regaló a Angélica Rivera un broche distintivo de la “Gran Cruz de Isabel La Católica”.) Con estos actos, sirven de algo a sus menguados poderes y al mismo tiempo prestan beneficios a inversionistas y políticos de sus países. Ninguno, desde luego a los pueblos, ni a los suyos ni a los formalmente representados por los visitantes.
  
A su vez, jefes de estados y de gobiernos republicanos, ganados por la frivolidad, pertenecientes a las élites abusivas de sus sociedades, ávidos de recibir honores como si viviéramos en los tiempos de príncipes y señores, no tienen ningún empacho en aparecer en las vistosas ceremonias y lucir como si de verdad fueran miembros de alguna casa gobernante. Se han olvidado, si es que alguna vez lo supieron, que la radical diferencia entre la monarquía y la república, no sólo estriba en que en la primera el poder político se hereda y en la segunda los ciudadanos deciden a quién confiárselo. También se distinguen por los valores que sustentan. El sistema republicano por antonomasia alza los de la igualdad, la templanza, la moderación. Es, por consecuencia, incompatible con el boato, el lujo y la opulencia de los gobernantes. Cuando aquellos han aparecido, ha sido de contrabando, como signos de la decadencia y la ruina de las democracias.
   
Han pasado casi dos siglos desde que se consumó la independencia nacional y se instaló la República, pero todavía resuena el grito burlón de Fray Servando Teresa de Mier, lanzado a las ridículas cortes y órdenes caballerescas creados por el flamante emperador Agustín I en 1822. El legendario y cosmopolita revolucionario se paró un día en la esquina del portal de los Mercaderes en la ciudad de México y al paso de la comitiva del emperador, encabezada por los Caballeros de la Orden de Guadalupe,  que estrenaban uniformes y penachos, con sus títulos nuevos y relucientes de marqueses, condes y otras antiguallas, se puso las manos como bocinas y les espetó: ¡Huehuenches! Cómo se sabe, éstos son personajes de carnaval, danzantes disfrazados que bailan y hacen piruetas para deleite del publico. Muy bien colocó el apodo: estos nuevos aristócratas metidos en la política o que han hecho de la política un instrumento para devenir en aristócratas, son también personajes de carnaval.
  
De hecho, en cuanto los dirigentes de una oligarquía sienten que están consolidados en el poder, no dudan en buscar títulos, medallas y símbolos muy parecidos a los vetustos papeles nobiliarios. Se dice que durante la visita que hizo William H. Taft, el presidente norteamericano, al general Porfirio Díaz, en Ciudad Juárez, le comentó: “Me presenté como republicano y usted me recibió como emperador”. Para 1909, cuando ocurrió ese episodio, México ya había dado cruentas y largas batallas para instalar en su suelo un régimen democrático, pero, el viejo soldado de la República, también se había dejado seducir por la nueva aristocracia, deseosa de parecerse a sus contrapartes europeos. Así que, a la manera de un kaiser prusiano o un zar ruso, Don Porfirio gustaba de aparecer en las ceremonias oficiales con el pecho cuajado de condecoraciones. Muy distantes los tiempos de la temperancia que caracterizó a los gobiernos de la reforma liberal y de la restauración de la República. Una gran paradoja actual es que los funcionarios, líderes sindicales, parientes y amigos, forrados de joyas, se desplacen en un avión de la fuerza aérea denominado “Presidente Juárez”, justo el campeón de la sobriedad y la llaneza en el desempeño de los encargos públicos. ¡Mejor les vendría otro con el nombre de “Presidente Santa Anna, Su Alteza Serenísima”!
  
De nada nos quejaríamos si estos modernos huehuenches fueran inofensivos y sus acciones para nada dañaran al cuerpo social. Pero no. Pertenecen a esta ancestral caterva padecida por los países latinoamericanos, que se ha adueñado del poder político y económico. Desde allí, han convertido a los países en gigantescos campos de expoliación. Sus alardes en el dispendio ostentoso, constituyen la expresión notoria de un mal de mayor calado.
  
Tan grave es la enfermedad, que necesitamos una cirugía mayor. Hay que refundar la República. Restituirle valores, hábitos, instituciones. La fuente de este resurgimiento vendrá de los movimientos sociales e intelectuales, que involucran la lucha por conquistas globales y específicas de las comunidades. La defensa de la diversidad en la igualdad, de las libertades, del medio ambiente. Ello implica el desplazamiento del poder de esta casta de plutócratas y su sustitución por hombres y mujeres honestos, comprometidos con las colectividades. Enemigos de los trafiques con los puestos del Estado, que no compren “Casas Blancas” de millones de dólares a los contratistas de las obras públicas. 
  
La Gran Bretaña fue la primera nación del mundo que reconoció a México como nación independiente. Lo hizo porque buscaba expandir su comercio e influencia económica sobre las emergentes naciones americanas. Le debemos algunas influencias benéficas, como la insistencia en el establecimiento de la libertad de cultos, aunque sólo fuera porque sus viajeros muertos en México no tenían lugar dónde ser sepultados, pues en los antiguos camposantos administrados por la iglesia católica no se admitían cadáveres de herejes. Desde siempre hemos admirado la apertura de sus ciudadanos a todas las ideas. En el seno del pueblo inglés campea un indeclinable espíritu crítico. Es el que condena los ridículos protocolos medievales con los que se complace a los gobernantes extranjeros, ansiosos de recibir trato de monarcas.

 

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