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1877 7 Julio 2015

 

 

Salidos para matar
Luis A. González Tule

 

Cuernavaca.- La semana pasada la organización civil Centro Prodh reveló un documento sobre el mandato de la patrulla involucrada en la matanza de 22 civiles en Tlatlaya, ocurrida el 30 de junio de 2014.

La esencia del documento es tan contundente como preocupante: “Las tropas deberán operar en la noche en forma masiva y en el día reducir la efectividad a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad”. La orden fue suscrita por Ezequiel Rodríguez Martínez, teniente del batallón 102 de infantería, detenido –junto a otros siete militares– bajo cargos de desobediencia e infracciones al deber.

Para desgracia de la sociedad que acaba pagando las consecuencias, el documento adquiere veracidad a pesar de haber sido rechazado por los mandos castrenses y el gobierno federal. La prueba está en las múltiples contradicciones de las autoridades a la hora de intentar explicar lo sucedido y en cómo se fueron dando los hechos. Primero se nos dijo que un convoy militar que patrullaba por la zona encontró, casualmente, una bodega custodiada por personas armadas quienes, al ver a los soldados, abrieron fuego en contra de éstos. De ello resultaron muertos 22 civiles y un oficial herido.

La versión se mantuvo durante meses y las irregularidades no fueron pocas: no se permitió identificar a los fallecidos, no se justificó la presencia militar en la zona y tampoco se explicó cómo fue posible que murieran todos los civiles. Esa primera versión oficial fue desmentida por la única sobreviviente aquella madrugada, la madre de una adolescente asesinada, quien detalló que los soldados detuvieron a los agresores que no murieron en el enfrentamiento, los interrogaron y posteriormente asesinaron uno a uno.

Seguramente no hubiera pasado nada más de no ser porque el Departamento de Estado estadounidense se pronunció sobre lo ocurrido en Tlatlaya. Y fue hasta ese momento que el gobierno mexicano permitió que las investigaciones las realizara la Procuraduría General de la República (PGR), que interviniera la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y que se detuviera a los militares que participaron en la matanza.

Tal como demandó el Centro Prodh, junto a otras organizaciones y el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, el caso no sólo debe llegar hasta lo más alto en la cadena de mando militar, sino que es necesario que el juicio se celebre en tribunales civiles, pues, según la jurisdicción internacional, se trata de violaciones a los derechos humanos. Este principio tiene su razón de ser: evitar la autoprotección –no se puede ser juez y parte–, sancionar de forma efectiva e independiente, ofrecer mayor seguridad a las víctimas y certeza jurídica al resto de la población.

Es absurdo que sólo los involucrados en la matanza están detenidos. Cualquiera sabe que los militares se guían por códigos de conducta y disciplina cuyas órdenes se dictan siguiendo una cadena de mando. Los bajos mandos no toman decisiones salvo en situaciones excepcionales. Tlatlaya, con civiles rendidos, no era una excepción que pusiera en peligro la integridad de la tropa.

México vive una situación alarmante de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y ejecuciones sumarias. Éstas aumentaron considerablemente desde que Felipe Calderón decidió sacar al Ejército de sus cuarteles para combatir al crimen organizado. La estrategia del gobierno de Peña Nieto no difiere en ese sentido. A la fecha, cabe recordar que a Tlatlaya se suma el caso de Iguala, con la desaparición de 43 normalistas –de cuya “verdad histórica” se desprende que fueron asesinados por un grupo delictivo–, Apaztingán, en donde policías federales ejecutaron a civiles desarmados, y Tanhuato, con el asesinato de 42 presuntos delincuentes en manos de la Policía Federal.

Todos estos casos guardan elementos en común. En cada uno se hizo uso indiscriminado de la fuerza pública en contra de quienes, para las autoridades, habían infringido la ley –aun en el caso de los estudiantes a quienes se venía monitoreando desde su salida de Chilpancingo por el robo de un camión de pasajeros–. En todos abundan las inconsistencias periciales y las contradicciones entre dependencias y autoridades de distinto nivel de gobierno. Y en todos la versión oficial presenta más escollos que certezas.

Es impostergable un cambio en la estrategia de combate al crimen organizado. Es necesario que no se continúe protegiendo a altos funcionarios que dan órdenes para matar extrajudicialmente. Transitamos el sendero de prácticas autoritarias que parecían superadas en un régimen que aspira a ser democrático.

Así como en Tlatlaya, Apaztingán y Tanhuato se actuó en contra de presuntos delincuentes, no hay que olvidar que de noche, con la clara instrucción de “abatir en horas de oscuridad”, todos los gatos son pardos y le puede tocar a cualquiera.

 

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