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1901 10 Agosto 2015

 

 

Una mujer obsesiva
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Mi amiga entró al Starbucks de Plaza 401, sobre Calzada del Valle. Pidió un café Latte y se sentó a un lado de los ventanales que dan al estacionamiento.

Pensaba en su marido, o en su matrimonio, o en cualquier otra variante de su fracaso sentimental.

A su lado, dos muchachas, una aperlada y la otra rubia, platicaban sobre el reality show que hace años protagonizó Paris Hilton junto con Nicole Richie: “The Simple Life”. Mi amiga se avergonzó porque conocía al detalle las cinco temporadas. La verdad es que consume la programación completa de MTV y de E! Entertainment. Le gustan las series donde aparecen los douchebag, esos metrosexuales de gym eterno, tan ególatras como imbéciles. A mi amiga los douchebag le recuerdan a su marido, superfluo y vanidoso y sabe que su afición televisiva es un recurso para evadirse de la realidad, a ratos tan insoportable.

Sólo entonces se percató de la mujer setentona que estacionó a la fuerza su BMW en un espacio apenas libre, frente a los ventanales, y entró al Starbucks con un paraguas demodé y un vestido negro, como de luto. Se sentó cerca de mi amiga; lo suficiente para escuchar la plática de las dos muchachas. “¿Sabías que Paris y Nicole luego se disgustaron?” Mi amiga se sintió incómoda. “Pues yo le voy a la Richie; Paris se la vive buscando modelos para follárselos en su yate”.

A mi amiga se le vino a la cabeza la imagen de su esposo, modelo de quinta de quien vive obsesionada. ¡Qué lío! Por eso su vida es ver televisión. De pronto entendió que su matrimonio no estaba en crisis, sino que ya no existía. Aunque dormía con su marido, administraba su pérdida. Desde hacía años administraba ese hueco cotidiano. Y lo hacía viendo televisión.

La muchacha aperlada le preguntó a la rubia cómo le dicen a los modelos que se folla la Hilton; esos tipos vanidosos y tontos. “Douchebag”, intervino mi amiga: “lo sé porque vivo con uno de ellos”. Las chicas le dieron las gracias y le preguntaron por su estado civil. “Casada”, contestó mi amiga. “¿Y por qué no te divorcias?”; y ella confesó su verdad: “por una resistencia interior mucho más fuerte que yo”. Pero ya no pudieron escucharla, porque la setentona comenzó a gritarles, blandiendo su paraguas demodé: “A ninguno de los clientes del Starbucks nos interesa “The Simple Life”, ni con quién se acuesta Paris Hilton. Venimos a tomar café y meditar, no a oír frivolidades de dos estúpidas”.

Mi amiga se hizo a un lado para que la setentona saliera por la puerta principal y se subiera a su Mercedes dando un portazo. Luego, a través de los ventanales la vio maniobrar más de quince minutos sin poder salir del pequeño espacio donde lo había estacionado. Las muchachas se burlaron: “a la ruca le falta su douchebag”, y le hacían gestos detrás del vidrio. “Ya les dije que vivo con uno de ellos y no es nada placentero”, les recordó mi amiga a las dos muchachas, mientras salía del local. “Viuda, sin amistades, y ahora sin poder sacar mi propio carro”, se lamentaba la señora desde el asiento del chofer, con el vidrio abajo.

Plantada a un lado de la puerta del Mercedes, mi amiga le ofreció que la dejara maniobrar a ella. En menos de un minuto sacó el coche atrapado. La setentona sujetó con fuerza su paraguas demodé, le dio varias veces las gracias, rogándole que la aceptara como amiga y de sus ojos brotaron unas lágrimas que le escurrieron por las mejillas arrugadas. Luego le preguntó por su estado civil. Mi amiga respiró, extrajo todo el dolor enquistado en su cerebro desde hacía meses, años, décadas, para responderle: “Divorciada”.

 

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