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1901 10 Agosto 2015

 

 

Por La Pastora
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Los bruñidos paladines van en pos de la lid esférica. La tienen, la rozan apenas, la cortejan hasta colocarla en línea de fuego contra el arco enemigo. Las tribunas se remecen. La nave trepida. Cincuenta mil pechos contienen el aliento.

El disparo es fulminante, rompe las leyes físicas. El balón curva el espacio, dobla el tiempo, concentra la luz en grave fogonazo. Renace la turba de crispada mandíbula. Un instante eterno y luego Gooooool.

Regocijo de los huéspedes. Los celebrantes se olvidan de la etiqueta racional, el fanatismo se emboza en la bestia, en el monstruo original. La mirada pública se vuelve carnívora, la lengua babea, los colmillos son mástiles de banderolas trémulas. Cien mil peludas piernas hacen encallar a la carabela encantada, el buque de los locos se evapora en el viento y se desploma a fuerza de pezuñas rezongonas.

Danzan los villanos maledicentes. Los machos alfa están sedientos, exigen más sangre en la grama. Implacables los depredadores, rapaces las ovejas del rebaño.

Los colonizadores desembarcan ricamente ataviados. Pasarelas y portales exhiben blancas togas y azules primores, de arlequín las zapatillas adidas, la barriga constipada de licores baratos. Alcázares con niños descompuestos, beodos, vidriosos.

Chocan felices los tarros de cerveza.Timbales y alaridos en las landas. Juerga insensata a la vera de la Montaña. Violado sitial de deidades silvestres, emblema solar, motivo de loas y liras de alfonsinos poetas y bardos populares.

Así cayó la tierra bajo el dominio de la plebe pendenciera. Vino el verdugo y aplastó flores y capullos con estruendo de motores. Ahora el suelo es un mendigo cegado con argamasa estéril. El río de peces, garzas, álamos, mariposas y sabinos quedó reducido a canal de mefíticos desechos. Apesta el erial donde cantaban los bosques. 

La justa de los pateadores sigue su curso. Columnas colosales y escudos de aluminio fermentan el bramido del artefacto invasor. La luz artificial descobija a la noche desvalida y triste. Suben de tono los adjetivos áureos de visitantes y propietarios. Zumba la nao festonada, celebra con furiosos autoelogios el arca flamante.

Osadía borracha y fanfarrona. Odas a la audaz arquitectura. Incredulidad por la exquisita fachada. La envergadura del palacio volandero, dicen los locutores vesánicos, es un hito divisable allende la mar océano con mucha admiración de medusas y delfines.

Los ingenieros intentaron persuadir la figuración de los bichos, dueños ancestrales de la comarca. Los animalillos sonrieron comprensivos, cautivos de la fatuidad de una estructura hechiza para levantar la moral ínfima del plebeyo. Si los arrogantes homínidos supieran lo que una lagartija…

Su mudo testimonio ha visto perecer catervas imperiales y esplendores que se soñaban eternos. La sabiduría no los exime de su funesto sino, hoy actúan como dulces bufones de niños obesos y nodrizas tuiteras. Los inermes presos jamás franquearán el claustro llamado Zoológico. Aquí los arrambló la inconsciencia del homo ludens. 

No bastan a los futbonautas los alaridos eléctricos de sus cuerdas. El sereno sueño de las aves es saqueado. El Estadio no piensa en eso. No entiende que la gramática evolutiva del animal salvaje fue moldeada durante eones en el temor propicio de selvas y sabanas. La modernidad hizo de la biología una esclava de la recreación imbécil, aquella que no sabe honrar al mismo barro que modeló su civilización maldita. El humano descastado actúa como recién llegado a la morada oscura de la tierra.

Los animales olvidados del zoo carcelario tienen las orejas tan sensibles al mínimo triscar de una rama contimás se enervan con el rugido de la hiena sanguinaria. Los ungulados, primates y marsupiales se confían a la mano próvida del amo.

Creen inocentes que el festejo de la cascajosa catedral ha terminado, superada la bizarra alocución del gerifalte. Y suspiran para alivio del nervio crispado, el tendón fatigado, el resuello sofocado. El carnaval de los arietes extinguió sus leves reflejos.

Ha concluido el jolgorio –rumia la paciente cebra–; se están yendo los malevos –comenta el león desdentado–; al fin se han callado los insolentes –celebra la periscópica jirafa–. No sólo están errados, sino ya enloquecidos –opina la lerda elefanta–. Es tan dañina la vibración titánica de tambores y gargantas que se nos extravía la cordura –se duele la guacamaya–. Las bestezuelas, por desgracia, han dicho algo profético.

Sobreviene el Apocalipsis. Acaece un cielo de fuego. Llueve granizo de espanto. Qué modo gracioso el de las gacelas al girar buscando la salvación en las lindes clausuradas. Explotan infinitas las centellas y cohetones en la boca del zafio.

En el zoológico roñoso de Monterrey los animales son puro miedo cerval y desbocado. Huyen en el pavor de la manada, enfermos de pánico aplastan a los débiles. Les caen encima los tapices siderales. La testuz se eriza, los lomos se descoyuntan. En sus pupilas aterradas el sobrecogimiento tiene la duración de toda la eternidad.

 

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