Suscribete

 
1918 2 Septiembre 2015

 

 

Hilda
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Ir al cine se nos ha convertido en un ritual complicado, costoso y muchas veces decepcionante. El panorama nacional es prueba de la dictadura vigente en la industria de la imaginación.

Nuestro ojo ha sido colonizado por un poder hegemónico que nos entretiene con mucho brete, embelecos excesivos, insidiosas campañas publicitarias pero muy poco contenido nutricional. Cine chatarra, para acabar pronto.

La variedad y riqueza del cine mundial se reduce apenas llega al embudo de nuestras salas. Media docena de películas gringas avasallan todo el catálogo de lo que hay que ver, discutir y disfrutar. Pura tontería para pasar el rato. La deuda con el buen cine goza de cabal salud. La deuda con la industria fílmica nacional está para echarse a llorar.

Filmes palomiteros, churros olvidables, argumentos repetidos hasta la náusea y modelos de belleza imposible se imponen a un público inerme, educado sentimentalmente por los teleculebrones del Canal de las Estrellas.  El paisaje cultural es francamente desolador. El desierto campea detrás de la pantalla de plata.

Sólo los festivales internacionales y unas poquísimas salas se arriesgan a cultivar en el espectador una mirada alterna sobre los dramas de la existencia, nos enseñan a reír, llorar, soñar desde otros enfoques, nos animan a volar bajo otros cielos, nos mueven la neurona, nos estimulan a hacer preguntas pertinentes y hasta pueden generar cambios fundamentales en nuestras existencias.

Mullidas butacas, esplendorosas salas y un equipamiento técnico recargado tratan de sustituir a la verdad estética. La aventura que significa ver y pensar,  asombrarse del ancho mundo y sus problemas, es sacrificada en aras del esparcimiento banal y evasivo. Se nos escatima la enorme potencialidad que contiene la pantalla grande para crecer como humanos.

Las fuerzas del mercado tuercen el gusto y violentan los derechos del público. Las producciones marginales quedan siempre en desventaja. Simplemente no se muestran. El tesoro cinematográfico sigue intacto, se oculta. El cine maneja poderosas llaves para acceder a otras vidas, a otras posibilidades de ser. Cuando una película trae ese llavero hay que salir a verla. 

Una obra destacada entre los aparadores vigentes es Hilda (2014). Hay que atenderla. El guión es fruto del escritor y joven director regiomontano Andrés Clariond Rangel, basado en un texto de la novelista francesa Marie N´Diaye. Su heroína es una mujer de clase social muy modesta, sin poderes especiales, ni siquiera voz propia. El papel es  interpretado por una espléndida Adriana Paz. Su personaje señala hacia la profunda brecha social y económica que tiene postrado al país.

Hilda muestra en sus miserias la maquinaria sutil que alimenta la brutal condición de semiesclavitud que padecen miles de trabajadoras domésticas, víctimas de la pobreza, la ignorancia, la condición de género. Desnuda un sistema que se retroalimenta desde la familia para medrar con la riqueza nacional y los sujetos más débiles, con tal de poner a unos cuantos en la cúspide mientras el resto carece de lo más básico.

Hilda se aventura por los sinuosos límites de la sátira política y la denuncia social. Felizmente la trama nunca resbala en el pantano de la truculencia lacrimógena, nunca cae en el maniqueísmo barato que ubica al rico como malvado y al menesteroso como modelo de virtud. Las vicisitudes de Hilda y su patrona se resuelven con pinceladas de humor ácido que desembocan en un desenlace delirante, homenaje a Buñuel y su maravillosa Viridiana.

No hay por qué rasgarse las vestiduras para ventilar la situación de explotación que vive cotidianamente la gran masa trabajadora, sometida por un sector social minoritario pero extremadamente poderoso, que ha concentrado en sus dedos todos los hilos y privilegios económicos de una sociedad monstruosamente desigual. Carlos Marx es un lejano recuerdo que ya a nadie asusta pero paradójicamente sus ideas alimentan los chantajes y estratagemas de la patrona burguesa para abusar de Hilda y sus seres queridos. Clasismo y racismo aderezados con los postulados de una izquierda casi extinta. Vaya ironía, nada extraña conociendo la afilada pluma de Andrés Clariond Rangel.

La soberbia actuación de Verónica Langer en el rol de Susana, la señora ricachona frágil y despiadada, que se aburre como ostra en su mundo de oropel, la hizo merecedora del premio a mejor actriz en el festival de Cine de Morelia el año pasado. Brillan también Fernando Becerril y Antonio de la Vega. El reparto en general sostiene con suficientes tablas el realismo de los personajes. Nos los vuelve tan cercanos al grado de sentir simpatía por ellos a pesar de sus vicios.  El elenco revela una labor de casting muy minuciosa y profesional. 

El otro personaje que deslumbra en este juego de poder delicado y asfixiante, a veces trágico, a veces violento, a veces macabro, pero siempre risueño, es la mansión que habita la familia de potentados. Es una obra arquitectónica suscrita por Luis Barragán. La casa Prieto es un inmueble calificado como patrimonio cultural de la humanidad. La luz captada por la lente de Héctor Ortega nos da un tour exquisito por sus distintos recintos, colores, jardines, volúmenes y texturas. La música original de Rodrigo Montfort es otro acierto del largometraje.

Hilda nos remueve la deuda que seguimos teniendo con ese sector invisible que sostiene los niveles más elevados e inhumanos del poder. En lo local nos duele, nos atañe el abandono de miles de hombres y mujeres que en Monterrey trabajan sin prestaciones sociales ni protección legal. A Andrés Clariond Rangel también le preocupa esta ignominia social, la vergüenza lo agita en sus fibras más sensibles.

Por su audacia temática y cuidada factura esta película merece ser vista, discutida, recomendada. Hay que apreciarla antes que nuestra mezquina máquina de sueños la refunda en el congelador.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com