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1936 28 Septiembre 2015

 

 

Las guerrillas chihuahuenses de los 60 [Parte 3]
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- Fascinación por las revoluciones y el socialismo. En incontables ocasiones habían discutido los grupos estudiantiles de Chihuahua discursos similares que aparecían ante sus ojos cada vez más como verdades evidentes.

Ahora, los guerrilleros comandados por Arturo Gámiz y que habían realizado algunas acciones en 1964 y principios del 1965, se apropiaban por fin de un discurso teórico y lo difundían. En los pequeños círculos estudiantiles estos folletos cayeron como anillo al dedo, pues varios de sus miembros se habían fogueado en las huelgas y movilizaciones de los últimos años. Las matrices ideológicas y políticas de donde brotaba este discurso rebelde eran variadas.

Por una parte, en consonancia con la propaganda soviética de la época, se proclamaba la superioridad económica del sistema socialista sobre el capitalismo, y se daba por supuesto que éste sería enterrado por aquél, tal y como lo pregonaba Jruschov, el dirigente soviético defenestrado en 1964, pero cuyos vaticinios se tenían por seguros. Pero, de otra parte, se refutaba la idea de la coexistencia pacífica entre el imperialismo y el socialismo. Se proclamaba en cambio una guerra sin tregua entre ambos e incluso se admitía que México podía ser invadido por Estados Unidos o de plano se aseguraba que eso sucedería de cualquier manera, pero que ello no detendría la revolución, a “esta marcha de gigantes”, como anunciaba Fidel Castro.

Cuando se supo que en la crisis de los misiles de octubre de 1962, tanto éste como el Che estuvieron dispuestos a correr el riesgo de una guerra nuclear y pidieron a Jruschov que no retirara los cohetes de Cuba, más simpatías concitaron los dos personajes. La URSS deslumbraba con sus conquistas sociales y científicas, pero ya no más se admitía la tesis de que el papel de los revolucionarios en el mundo era el de defender “la patria del socialismo”, como lo habían aceptado generaciones de izquierdistas en todas partes.

Cuando el Che dijo que “el primer deber del revolucionario era hacer la revolución”, sintetizó con maestría el nuevo mensaje. Ninguno de los conspiradores chihuahuenses de 1965 podía suponer que por los mismos días en que ellos se empeñaban en montar un foco guerrillero en la Sierra Madre Occidental, el Che Guevara se dolía del fracaso guerrillero en el Congo. Unos cuantos de ellos pudieron leer después los “Pasajes de la guerra revolucionaria”, en donde el argentino resumía la historia de ese intento.

Las reflexiones contenidas en los documentos y las cavilaciones que cada uno de los involucrados en la lucha se hacían en torno al futuro de todas las sociedades, estaban presididas por una creencia firme en la superioridad y en la inevitabilidad del comunismo. Su teoría gozaba por entonces de una aureola de prestigio histórico y de racionalidad indiscutible. Aun lo que se suponía era su práctica en Rusia, en China o en Cuba, era tenida no sólo como exitosa sino como el paradigma en todos los órdenes de la vida colectiva. Arturo Gámiz, el principal inspirador y dirigente del grupo, había escrito varios artículos en los meses anteriores en la Voz de Chihuahua, un pequeño periódico de la capital en los que sustentaba todas estas ideas. De allí que todo lo que se pareciera en algo al colectivismo, era considerado superior, casi por axioma. Por ello se hacía la apología del ejido y el rechazo a la propiedad privada de la tierra.

A lo largo de los textos se advierte un genuino ánimo de transformación, pero no sólo de las condiciones materiales de la sociedad, sino de las conductas personales. Tanto las reflexiones como la vida individual pretendían conducirse por estos altos ideales de solidaridad, de apoyo mutuo, de emancipación general. Este idealismo, anticlerical y aun antirreligioso, como contrapartida, tiene parecido con una cierta vocación hacia el martirio y el sacrificio, como se asume la vida de los santos. Si hay alguna generación de la época contemporánea en Latinoamérica que muestre la vocación del sacrificio al extremo, ésta es la de los sesenta. De ella, estaban imbuidos los guerrilleros. Estaban convencidos, como lo decía Pablo Gómez Ramírez, de que “alguien tenía que empezar”, a sabiendas de que entre los iniciadores son muy pocos los que sobrevivirían.

Todos estos hombres y mujeres, compartían además, la admiración y puede decirse sin exagerar, la fascinación por las revoluciones sociales. Como cientos de miles de jóvenes en todo el mundo, la historia de éste, era la historia de su levantamiento, con estallidos violentos que podían subvertir todo el orden existente y conformar uno nuevo en el que se alcanzara por fin, la emancipación de la humanidad, tarea dejada a medias al arribarse sólo hasta el grado de la emancipación política. Las revoluciones conservaban pues todo su prestigio, empezando por la mexicana. Los héroes eran estos destructores de instituciones y organizadores de la nueva sociedad, con el acento colocado en la primera de las tareas. Muchos de los pequeños hijos se llamaron Emiliano, León, Lenin, Ricardo, Sandino y desde luego abundaron los fideles y los ernestos.

Una minoría de los conspiradores, había tenido su bautizo de fuego en las acciones realizadas durante los meses anteriores en varios lugares de la sierra. Arturo Gámiz, Salomón Gaytán y Antonio Escobel Gaytán se habían “alzado” desde 1964. Se sumaban ahora nuevos cuadros, algunos incorporados por Pablo Gómez y otros, gracias a las recientes alianzas políticas con grupos estudiantiles de la Universidad. La mayor parte venía de la militancia en el Partido Popular Socialista y en especial en la UGOCM, como Gámiz, González Eguiarte y Pablo Gómez, además de otros que luego renunciaron a la táctica armada y regresaron al lombardismo tradicional. Entre varios había relaciones de parentesco, confirmando esta vieja manera de organizar los alzamientos armados en Chihuahua. Los de Tomóchic eran primos, hermanos, sobrinos o cuñados, lo mismo que los de San Isidro, Pachera, Bachíniva o Cuchillo Parado en 1910.

Aun entre los “veteranos”, la experiencia guerrillera era escasa y el grueso de los integrantes de la pequeña tropa, apenas unas semanas antes se dedicaba a sus actividades cotidianas. Otra vez, una rebelión que se intentaba en buena medida a la manera del pasado, cuando los labradores acudían a sus trabajos un día y a la semana siguiente ya se habían comprometido con iniciar la “revolución” para el próximo domingo. Quizá a todos animaba la esperanza de que el llamado de las armas sería escuchado y atendido por millares, como les dijo el dueño de la casa en la colonia Campesina, donde escondieron al chofer la última noche: “Por donde quiera hay gente lista, que nomás está esperando para agarrar el rifle”. Embonaba muy bien la expresión con otra escrita en uno de los folletos: “...llegó la hora de apoyarnos en el 30-30 y en el 30-06, más que en el Código Agrario y la Constitución”. También aquí se presentan el espíritu y las imágenes de 1910.

El mítico 30-30 y aun el más moderno 30-06, eran ya obsoletos en 1965; el primero casi una pieza de museo, pero entre los campesinos se asociaba con todas las luchas libertarias y por la tierra. Era, además, vengador de agravios. Por esa época, no era infrecuente que algún campesino, recuperador de las gestas pasadas, hiciera frente a las acordadas, como todavía se conocía a las policías rurales, con el 30-30 o el máuser heredados del padre o del abuelo, para defenderse de atropellos o injusticias. O, para demostrar que en su pueblo o en su familia, había “muchos güevos”.

Salvador Gaytán, hermano mayor de Salomón y también en el acuerdo, consumó una de estas hazañas en el mineral de Dolores, cercano a Madera y en donde trabajaba el maestro rural Arturo Gámiz. Así que, el escrito aludía a instrumentos arcaicos para la lucha armada, pero bastante eficaces en términos ideológicos. En muchos otros pasajes de los escritos, o en actitudes como la manera de dirigirse o referirse a las autoridades, el desprecio por la policía, se expresa en los organizadores de la guerrilla esta especie de invocación a la altivez y aun arrogancia que ha caracterizado a los rancheros norteños desde el siglo XIX.

 

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