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1961 2 Noviembre 2015

 

 

Las venas del diablo
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Una autopista sospechosamente tranquila, de Morelia a México: 330 kilómetros. Sólo la lluvia pertinaz del huracán Patricia que por estos rumbos apenas hace mella y que parece remansar el viejo Jetta que tripulamos.

Comienza la sucesión de oyameles gigantes y pináceos que arañan las brumas altas. Ningún retén militar. Ni autodefensas. Atmósfera húmeda, con olor a muerte, como de calma previa de fusilamiento.

Sucesión de camionetas verde militar, varadas a la orilla del camino. Vestigios del campo de guerra por el que circulamos. O del naufragio en tierra firme. Ningún hospital, ningún centro social. Ningún andariego por el asfalto. Casas de barro y techo de palma. Una inversión que no se hizo por gastar millones de dólares en batallas perdidas de antemano, sin ganadores. Panorámico pintado con rojo sangre: “Guerreros Unidos te recibe con los brazos abiertos”. Ironía que desarma al más plantado: “y el gobierno te despide con los brazos cruzados”, pienso yo.

Michoacán y Morelia, por encima de Sinaloa, segunda región del planeta donde más se cultiva la goma de opio. La primera es Afganistán. Esta zona y la que colinda con los más de 3 mil kilómetros de frontera, en gran parte desértica, entre México y EUA, es fuente de peligro latente; cicatriz que supura y no termina de cerrarse nunca.

Pero Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros, a la par que Morelia y Chilpancingo, son las cuencas que en vez de ojos, tiene el diablo. No el diablo inofensivo del cuento de las abuelas. El de verdad. El auténtico. La clave está en las carreteras, las oficiales y las clandestinas. Tijuana, que limita con San Diego, abre una arteria que es la interestatal 5; llega hasta Los Ángeles. Ciudad Juárez con El Paso, por la interestatal 25, que conecta con la 40. Matamoros, donde nace la ruta 77 que conecta con la interestatal 37, con destino final en Florida. Nuevo Laredo, donde inicia la vía para transporte de droga por Eagle Fort, sobre la interestatal 35, que arriba a Dallas, centro de distribución de estupefacientes al Medio Oeste de EUA.

Pienso en estas venas abiertas de la perversidad en ruedas, mientras se estrella la tormenta contra el parabrisas del Jetta. Como penetrar en un túnel negro, sofocante pese a la intemperie. Nos sobrepasa un camión torton, de redilas, con rancheros armados con Ak-47. Trailers sin anuncios en sus cajas, muchos sin placas y recuerdo una verdad como la Biblia: la droga se traslada principalmente por vehículos pesados. Un tránsito de carga que arroja 5 mil millones de dólares al año;  carga que las aduanas norteamericanas no pueden (o no quieren) vigilar.

Cruzamos el legendario Atlacomulco. Dormito por el cansancio de la madrugada. Y al final, Santa Fe, centro financiero de la Ciudad de México, sobre los basureros de la Megalópolis, que nos absorbe  con sus fauces desdentadas, luces coloridas en vez de dientes y un hedor colándose por las salidas de la calefacción, al interior del Jetta.

Ya libramos el campo minado hasta  alcanzar, con el alma en vilo, la capital de un país, ahogado en el estiércol del narcotráfico y el pesimismo más justificado.

 

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