Suscribete

 
1963 4 Noviembre 2015

 

 

Mi abuela y yo
Horacio Flores

 

Monterrey.- Sentado en el automóvil de alquiler el niño veía sus extendidas piernas que no alcanzaban a llegar al límite del asiento.

Su padre al lado, observaba el mocoso en los botines que calzaba, una especie de peluche en el tobillo. Así era su papá, le gustaban las cosas llamativas, de colores brillantes, combinaciones atrevidas.

Para aquel niño de tres años, resultaba difícil entender la razón por la que su papá ahora venía solamente en ocasiones a la casa, cuando anteriormente lo llevaba a desayunar en el mercado, donde le servían un vaso grande de un licuado de plátano al que, de pie sobre una silla, apenas alcanzaba a beber del popote.

Pero esos días eran de su estancia en otra ciudad (más tarde se enteraría que era Torreón), a sus escasos dos años, en aquel sitio no alcanzaba a entender los devaneos de su padre, que hacían sufrir a su madre y llorar a su tío. Quizá por eso terminó por no querer volver a ese lugar.

Pero ahora era diferente, vivían en la colonia Obispado, era la casa de la abuela materna y tenía un patio enorme al que salía a jugar, con las botas que le había comprado su papá… Decía su abuela que eran “corrientes y de mal gusto”, así que ¡las podía usar en el lodo!

Por las tardes, sentado en un banquito de madera a un lado de la bañera, el niño buscaba conversar con su madre mientras ésta descansaba en su baño de tina. Su mamá no contaba cuentos, pero no hacía falta…

Las cosas cambiaron rápidamente. Su madre se vio envuelta en pláticas, encuentros con su papá, desencuentros con la abuela.

Impotencia y cierta dosis de ignorancia bastaron para ponerla nuevamente a vegetar al lado del padre de sus dos hijos (luego serían tres).

Las casonas de Torreón y el Obispado se sustituyeron por un cuarto de vecindad en el centro de la ciudad. Vivían ahí su padre, su madre, la abuela paterna, un tío, su hermana, su hermano menor y él.

Días de felicidad se sucedieron para aquel niño. Había muchos niños con los cuales se podían improvisar cascaritas en el patio, que a sus ojos era una especie de parque.

Jugaba a los encantados, dando la vuelta a la manzana, sumergiéndose en la “Fuente Monterrey”. Se dio tiempo para criar un guajolote.

De la mano de un vecino (a quien tildaban de ser un flojo incorregible y que por las noches era mesero), aprendió a leer, escribir y a hacer cuentas. Don Óscar se divertía viendo la sed del niño por aprender, así que le regaló su primera libreta y un lápiz. Para el niño las letras serían en el futuro el refugio para la soledad y el desprecio que de adulto se supo granjear.

La tristeza de aquel chaval llegó con la separación de la familia. Él, su padre, su madre y sus hermanos se mudaron a ocupar dos cuartos en otra vecindad. Su abuela se cambió a una vecindad cercana al restaurante “Lisboa”, donde trabajaba ayudando en la cocina.

La “nueva casa” de la abuela era un cuarto con muros y techos de cartón. El menaje de la casa eran: un catre, una mesa improvisada con cuatro “rejas”, de esas en las que se empaca el tomate, una estufa de dos quemadores, que funcionaba con petróleo, y otras rejas que, colocadas de manera vertical, hacían las veces de “trastero”. El niño pasaba los fines de semana con su abuela.

Dormir en el piso, ir a jugar con el tío apenas ocho años mayor que él, a los columpios que había en la Alameda, a esperar que la abuela terminara su jornal, era la diversión de fin de semana.

Salía la abuela del trabajo y llevaba una bolsa de plástico con los “pescuecitos de pollo” que tanto le gustaban. Era el manjar que a media noche degustaban con alegría y singular apetito, sentados en torno a la improvisada mesa, cubierta con un plástico estampado en colores, rojos verdes y amarillos.  

No tenía “zapatos corrientes y de mal gusto” para salir a jugar. Tenía un par de zapatos negros y eran para ir a la escuela. Así que la mayor parte del tiempo andaba descalzo.

Había pobreza y no importaba. Ni siquiera se daba cuenta. En la mesa de la abuela se servía el mayor de los afectos. En casa, había solamente resignación, costumbre y eventualmente, tortillas de harina con un sabor que nunca ha podido ser igualado.

Para aquel niño no existió el “Kinder”. Tampoco Piñatas; su cumpleaños lo festejaba su abuela con un chocolate “Oso” y “pan de ayer”, que compraba en el depósito de la Bimbo. No tenían coche, así que aprendió a andar solo en camiones antes de cumplir los 6 años (si quería ir con la abuela, tenía que aprender). Más de una vez se extravió y caminó por horas hasta dar con la casa de la abuela. Pero siempre volvió a ese sitio.

Lili (así le decían a la abuela), era una mujer de pelo blanco, sedoso, brillante y muy fino. Su rostro lucía una piel suave, que dejaba ver más años de los que cumplía. La vida nunca la trató con el amor que ella dispensaba.

Sus ojos eran azules, grises, verdes o cafés, dependía del estado del tiempo y la ropa que usaba.

Tenía las piernas destrozadas por las várices, que súbitamente le reventaban. Detener la sangre costaba mucho trabajo y era frecuente.
Enviudó joven. Su marido, un maestro rural militante del movimiento cardenista, murió víctima de la pobreza; bueno, de tuberculosis, que es uno de los apellidos que la pobreza tiene. Aquella mujer sufrió la incomprensión social de la que han sido víctima las mujeres de este país, que huelga decirlo, por aquella época era brutal. Sola y socialmente maldita, fue condenada a la pobreza.

No se amilanó nunca, veía en cada amanecer una esperanza. En alguna ocasión, cuando el niño aquel entrado en la pubertad, se resistía a levantarse, la abuela le preguntó: ¿cansado, hijito? ¡No!  Por las mañanas las personas no despiertan, ¡vuelven a nacer! ¿Cómo que estás cansado?

Así vivió ella su vida, cada día era el primero, alimentaba la esperanza de un porvenir venturoso. Abrazaba con afecto a quienes en desgracia se encontraban, consolaba a quienes tristeza sentían.

A su funeral fue más de un centenar de personas llorando su partida. No era famosa, no tuvo dinero ni ocupaba un cargo público.

Era una mujer diabética, con reumatismo y piernas varicosas, pero arrastraba el espíritu con ella, si alguien ocupaba de su apoyo.

Con un huevo, curaba del mal de ojo y con aceite y tirones en el pellejo de la espalda, el empacho. Pero supo amar, entregarse al prójimo, dedicarse a prodigar afecto, quiso vivir y lo hizo con grandeza. Escondida en el anonimato del que forman parte la mayor parte de las mujeres que son amas de casa, madres solteras o viudas pobres; entregó su vida como ofrenda mágica y curó el llanto, alivió la soledad.

El niño pasaba con ella los fines de semana y de adulto la acompañó en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario, donde la pobreza la acosó hasta que se cansó de vivir…

Partió Lili y con ella se llevó una parte de mi vida, un pedazo de mi corazón… era mi abuela y la extraño. ¡La extraño tanto!

Y la extraño más en los días oscuros en los que no soy yo, cuando me he ido.

Quizá mis hijos tengan razón… estoy loco.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com