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1968 11 Noviembre 2015

 

 

El rayo que no cesa
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Un señor sube a un tren en Puerta del Sol en Madrid y despierta en la estación Zócalo en la ciudad de México. ¿A eso cómo se le llama? Metafísica del Infarto, digo yo. Poética del tiempo perdido, dirá Proust. Es la luz de la esperanza después del agujero.

En el mundo post-infarto se enciende una mirada en otra ciudad, otro universo, otra posibilidad. Vale todo homenaje a la minucia de rascarse una comezón. Hay que limpiar las astillas de ese viaje sin retorno. Queda atrás la medianoche. La página blanquísima se llena de garabatos, recobra su ritmo, queda en espera de su lector. Jorge F. Hernández pasó de largo, a vuelapluma, a través de la geografía del espanto.

La palabra siempre tiene la última palabra y a ello me atengo y me resigno cuantas veces me convoquen estos 73 ensayos o crónicas o poemas en prosa, o como le quiera usted llamar a las cartas de puro amor loco, terco, mortal, que Jorge F Hernández reúne en “Solsticio de infarto”. Alamadía es la matriz editorial que dio cuerda a este bello ejemplar, con esto gana la marca y gana el libro. Ganan los lectores y gana la literatura. Puras ganancias, negocio redondo.

Según Almadía son 73 los filtros mágicos necesarios para fortalecer la lengua, pulirla, darle esplendor. Igual que la Real Academia, pero sin frac ni pelucones. La alquimia verbal de “Solsticio de Infarto” reivindica el impagable oficio de avalar el español bien hablado y mejor escrito. El idioma está de plácemes.

Este volumen está cocinado y servido con toda la mano, la mano del maestro dueño de un envidiable don para el adjetivo idóneo. El mago jala una manivela y surgen notas y acordes de música íntima, eterna, siempre actual. Su varita toca la chistera y despabila palabras extenuadas. A las palabras holgazanas las hace bailar con gracia y donaire.

La mano izquierda no evade temas feos como lo es un infausto ataque al corazón en la flor de la vida. La diestra no teme a la cursilería de ventilar públicamente el amor a los hijos, los amigos, los personajes bizarros, los Picapiedra, los escritores divinos y los no tanto, el beis, el fut y las damas hermosas.

Jorge F. Hernández nunca titubea para llorar ante la menor provocación. La buena literatura es un sufrimiento que no cesa. La que sí cesa es la salud, su don se extingue como del rayo. En el mundo de la enfermedad hay mucho tiempo para el amargo silencio y la oscuridad voraz. No más. Allí no hay tiempo para nada más. Es el lugar sin lugar.

Uno escucha en este libro algo como lejanas voces de tormenta. Dan ganas de meterse en la colchita tibia tejida con sus palabras vivas. Y arriesgarse a cruzar los ríos cocodrilos del mundo destartalado, con el dulce estupor de quien sólo amanece para el verbo y la buena nueva de la metáfora, sitio voluptuoso donde suelen aplacarse los malos presagios.

Y uno vuelve a las tareas más sencillas, a los chismes del barrio literario y el rebane de escribanos irredentos. La sonrisa recobra alas, es vuelta a sus cristalinas articulaciones y se concentra en la mirada de un niño curioso. Es don Jorge quien se asoma y nos saca la lengua, un chamaco rebelde que no se acostumbra al teatro de la mezquindad, la hipocresía, la mala leche de la industria cultural, la literatura emputecida. Y vuelve vencedor de las rosas y las alondras, retorna a los afluentes de los párrafos meditados con luminosa inteligencia.

Existen los equinoccios de corazón, mordidas en el pan dulce de la existencia. Así van de duras las palabras en el Hernández del solsticio, el infarto que dio en el blanco de un hombre bueno. Casi acaba con su íntimo jardín en llamas. El escritor cesó de flotar en el jugo amniótico de la conciencia y desapareció de escena durante un momento dilatado, ya no hubo mano que colgara su columna semanal en El País ni en Milenio.

Pero el platicador no quiso callarse, irse, menos morirse. El hombre vuelve a leer la vida, los espejos lo reflejan igual pero muy distinto; el amor se le acerca con andar accidentado, se abre paso a través del dolor, la ausencia, el abismo, la muerte. Son muy extraños los caprichos del agua de azar de un corazón picado, laberinto de historias cruzadas, millonésimas de milagro.

La letra bien horneada de Jorge F. Hernández me llega desde altas latitudes, brilla con luz propia en el reino de la crónica mexicana, su poderosa aura proviene de una gran voracidad por la belleza y mucha pero mucha disciplina literaria. Leer más escribir más aprender, aun a costa de la salud hecha jirones. ¡Salud, bravo guerrero!

 

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