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2078 13 Abril 2016

 

 

Keiko Fujimori: Saturno devorando a su hija
Eloy Garza González

 

Monterrey.- La segunda vuelta para la contienda presidencial en Perú la encabeza una cuarentona, regordeta y simple, con un apellido que aún causa escozor en la piel de muchos peruanos: Keiko Fujimori. Sin embargo, este apellido sigue siendo, paradójicamente, su llave de acceso a la Casa de Pizarro (el Palacio de Gobierno del país en la Plaza Mayor del centro histórico de Lima).

¿Por qué una buena parte de los peruanos guardan nostalgia de la época en la que Alberto Fujimori  disolvió el Congreso y aprobó una nueva Constitución en 1993, que le dejó gobernar en total impunidad y con mano de hierro hasta el año 2000? Por la impresión de que aquella década fue sinónimo de seguridad y rumbo político, sensación acaso ficticia pero efectiva, que no supieron mantener los mandatarios sucesivos.

Keiko Fujimori nació y se crió en el populismo de derecha. Un paternalismo que la convirtió en niña millonaria y bajo el aura del poder político sin restricciones, que la hizo asumir la función de Primera Dama en 1994, a los 19 años, cuando sus padres se divorciaron en un proceso de ruptura agresivo y vergonzoso (la madre de Keiko llegó a mostrar públicamente las cicatrices de las torturas a las que la sometió su esposo).

Pero Keiko también aprendió a vivir cómodamente y sin cargo de conciencia, entre guardaespaldas y burócratas, en el gobierno autoritario de su padre. Ahora es la esperanza filial del gobernante de origen nipón caído en desgracia, que se atrevió a darse un autogolpe de Estado, y a la larga, por autoinmolarse: el “chino” se forjó ante propios y extraños los éxitos que le dieron celebridad y en paralelo las represiones sociales que le dieron una condena de 25 años de prisión aún por purgarse, deprimido hasta la ignominia; para algunos una pena excesiva al ingeniero agrónomo de profesión, que como Mandatario encarriló la gobernabilidad y las finanzas de Perú; para otros, apenas un ligero escarmiento al dictador que cometió excesos bestiales sin despeinarse un solo cabello.

¿Pero son lo mismo padre e hija? No: varias décadas y sufrimientos de diversa índole los separan. El padre nació en 1938, como el segundo de cuatro hijos, el primero entre los varones, y formó parte de la hermética tradición de migrantes japoneses a Perú, comenzada en 1889, con su legado de disciplina religiosa, severidad en las formas y distancia frente a los demás que no fuesen su familia, que aprendió español como segunda lengua, aunque vivió desde niño en Lima. Se graduó con honores de la Universidad Agraria de La Molina en 1961, de la que luego fue rector muy reconocido.

La hija nació en 1975; su acento es claramente peruano, se educó a la usanza occidental, con una maestría en administración de empresas (MBA) en Columbia University y ostenta una calidez ordinaria que le desgasta cualquier pretensión de estadista, al menos en su trato personal, como si comportándose con humildad deslavara un poco la presencia dominante y sombría de su padre.

Pero ambos, padre e hija, cargan en sus genes la proclividad del comercio nipón: son astutos comerciantes, que en política significa ser buenos vendedores de sí mismos. Son prácticos en su prospectiva de vida, perseverantes y suelen evadir con talento la discriminación que sufren de las clases altas peruanas, sociedad segregacionista y racial. Sin embargo, hasta aquí llegan la semejanzas. Alberto Fujimori fue audaz hasta el fanatismo: cuando se lanzó como candidato presidencial en 1990 con un movimiento improvisado e inventado por él “Cambio 90”, se perfilaba como un joven profesor ingenuo que alardeaba guardar el secreto para abatir 7 mil por ciento de inflación galopante, una crisis de la partidocracia, una ingobernabilidad que amenazaba con destruir el país entero y una miseria generalizada que el candidato de las clases altas, el novelista Mario Vargas Llosa, pretendía resolver con la cómoda fórmula del “sálvese quien pueda”.

El Perú de Keiko Fujimori, en su segundo intento por ser candidata presidencial (la primera vez fue en 2011, inventando el partido “Fuerza 2011” que hoy se ha convertido en “Fuerza Popular” derrotada ese año en segunda vuelta por Ollanta Humala), no puede ser más distinto al de su padre: ahora hay más respeto a los derechos humanos, Sendero Luminoso se ha evaporado como amenaza, se han normalizado los procesos electorales (que su padre deformó durante su mandato de 1990 a 2000), la inflación está bajo control, la prensa es más libre que entonces y están en la cárcel los dos más grandes canallas de la historia de la represión paramilitar en el país: Vladimiro Montesinos (el ex asesor presidencial) y su propio padre, que cedió a la tentación dictatorial.

Pero la sombra tétrica paternal sigue siendo tan alargada, que muchos candidatos congresionistas del partido de Keiko, responden más a las órdenes que desde prisión les dicta el padre, que desde la campaña les trata de imponer la hija. Quizá, en el fondo, también se sedimenta cierto humus de machismo muy propio de la sociedad peruana.

La historia de la heredera del clan Fujimori aún está por escribirse.


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