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2102 17 Mayo 2016

 

 

Despertar de ciegos
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Como a muchos compañeros de generación, mis padres me matricularon de niño en una escuela primaria pública. Luego, como muchos miembros de mi generación, continué mis estudios en una secundaria pública. Concluí mi educación media superior en una preparatoria pública.

Fui aceptado tras un examen de admisión en una universidad pública. Me recibí como abogado, con la convicción (que fue evaporándose con el tiempo) de que nadie litigaba exitosamente si no se relacionaba con funcionarios públicos y políticos bien encumbrados.

Estudié una maestría en letras en una Universidad pública, con libros tomados de una biblioteca pública, con maestros que vivían del presupuesto público.

Mi caso, como el de muchos compañeros de mi generación, no fue único ni excepcional. Fui la constante década tras década: uno entre tantos, uno entre miles, uno entre millones.

Por años (prácticamente mi infancia y juventud completa como la de muchos compañeros de mi generación), me adoctrinaron en el respeto al Estado, esa abstracción seductora para algunos y aberrante para otros.

Podía disentir de una autoridad pública, podía acusar a un político de ser corrupto, de no ajustarse a la ética del servidor público, de ser un parásito burocrático, pero sin restarle reputación al sistema político mexicano.

Mi padre, consciente o inconsciente, fue parte de este adiestramiento sutil pero efectivo. No me quejo. No me arrepiento. Pero las cosas pudieron desarrollarse de otra manera.

En el fondo, a los miembros de mi generación nos moldearon para ser fiel a una abstracción, un ente ficticio que se sostiene con actores plenamente reales: políticos, funcionarios públicos, burócratas, líderes sindicales, intelectuales orgánicos, periodistas al servicio del gobernante, etcétera. Todos viviendo de la recaudación fiscal. No había de otra.

Para darle forma a esta abstracción, se escribió una historia oficial, de carácter patriótico, que narra en libros de texto, murales y estampitas biográficas, la sucesión a los primeros planos de militares y políticos, en suma, del hombre fuerte, pero que oculta a los emprendedores, o los volvía integrantes del elenco de enemigos apátridas.

Héroes de estirpe revolucionaria que lo fueron, generalmente, porque buscaron el poder a punta de bala, presidentes investidos de un aura de respetabilidad, al margen de sus defectos humanos. Odas poéticas, murales maniqueos, estatuas ecuestres, reverencia a símbolos centenarios.

Cuando nos dimos cuenta de que el Primer Mandatario no era más que un hombre de paja, un pelele o simplemente un inútil en el arte o la ciencia o el artificio de gobernar, ya era tarde. Habíamos perdido la mitad de nuestra vida venerando una abstracción y sometidos a personas (esas sí muy reales), que solo piensan en su beneficio personal y en el de sus familiares y amigos, cuidando códigos de lealtad que no son más que pretextos de dominación social.


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