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2103 18 Mayo 2016

 

 

Viaje al país de los deseos impuros
Eloy Garza González

 

Monterrey.- El anciano negro subió al Monza 78, como despidiéndose de su pasado. No cargaba maleta, ni siquiera un pequeño morral, más que la camiseta y el pantalón de mezclilla que llevaba puesto. Era como si pretendiera renacer. Partir de cero. Un retorno al origen que es la nada. O el espejismo del todo.

Se acomodó en el asiento del copiloto y echó la cabeza para atrás, resignado a la voluntad del conductor, que era yo. Sacó una cajetilla de cigarros del pantalón y me ofreció uno. Le respondí que no fumaba mientras conducía. Por precaución. Fui poco atento. No me importó.

Cerró los ojos pero no dormía. Salíamos de Monterrey de madrugada, con poco tráfico. No cedió a la tentación de darle un último vistazo a la región que no volvería a pisar nunca. Pero un hombre sometido al vaivén de la fortuna, se le pudre en las entrañas la flor de la nostalgia. Recuerdo a Novalis: "Siempre estoy yendo a mi casa". Este viejo desplazado no: va hacia adelante, víctima insignificante de la Historia, que no sabe a dónde dirigirse. A un muro de concreto, que supone su nuevo hogar.

Tomé la vieja carretera a Reynosa. No estaba yo dispuesto a pagar las cuotas de las casetas de peaje. Calculé el trayecto: tres horas y media, pero el Monza 78 estaba en pésimas condiciones. Malas llantas y el radiador un comal humeante. Tardaría cuando menos cuatro horas de camino. Luego cruzar el puente internacional de Anzalduas. Toda una odisea.

“Mi compromiso es dejarte en la aduana. Te acoges a la Ley de Ajuste, y luego tú sabrás. No será fácil, te lo advierto”. Sin abrir los ojos, el anciano asintió. Me dio a entender que estaba decidido. Tenía años de pensarlo día y noche. Había dejado a sus hijos en la Isla. No había retorno. Me dejó una carta cerrada para ellos. Abrió la ventana de su lado y dejó que el viento le meciera el cabello cano. Sacó una mano y jugueteó con los dedos en el aire. Apenas cruzar la frontera y el idioma sería su primer obstáculo, pero no el único, ni el principal. Recitó una oración, un cántico antiguo, milenario y pagano, que le iluminaba los pómulos.

“Es probable que las elecciones presidenciales en Estados Unidos las gane un mesiánico, un loco de remate. Aunque obtengas la nacionalidad norteamericana, luego de tres años, vas a vivir como proscrito”. Exageré mis advertencias. O quizá solo fui realista. En todo caso, no quise darle  esperanzas simples, que pudiera digerir con facilidad.

El viejo fingió no escucharme. Al menos se mantuvo absorto un par de minutos. Miró el asfalto de la carretera. Las cercas que impedían  el paso a los predios rurales, de árboles secos y arbustos macilentos, los cerros pelones. El sube y baja de la carretera, las curvas como amenaza cierta. Después susurró apenas, como hablando para sí mismo: “He vivido en una Isla como proscrito. La lucha por la vida, asere. Ninguna novedá. No me cuente usted a mí sobre mesiánicos ni alucinados. Sé lo que significan. Pero no perderé esta oportunidad. La esperé treinta y cinco años, seis meses y diez días. Mucho tiempo pa'echarse pa'trá”.

Caí en la cuenta de mi error. Mi visión del mundo no era compatible con la de este anciano negro, encorvado, que había abandonado a sus hijos en la Isla, a un alto precio, para vagar sin rumbo por el Continente, y, ahora entiendo, sin el mínimo plan de vida. Solo agenciarse unos dólares, o ganar estabilidad ficticia, o cumplir una manda antes de morir. Al llegar al retén militar, me preguntó cuánto faltaba para llegar al puente internacional de Andazalduas. Le dije que 20 kilómetros. Sus nervios se crisparon. Sus manos comenzaron a temblar. Tenía sudoroso el rostro y el cuello. La camiseta se le humedeció. Se convirtió en un poseso, una víctima de fuerzas externas, inmanejables.

Dejamos atrás el retén militar. Me sentí aliviado de dejar a este hombre a su suerte en el puente y no saber más de él. No era un tipo amable, ni de buen trato. Era ríspido y punzante como un puercoespín. Su presencia deplorable. Lo llevaba en el viejo Monza contra mi voluntad, solo por cumplir el favor que le había prometido mi padre.

Entonces, justo cuando la bandera de las barras y las estrellas ondeó frente a nosotros, como si fuera un puerto donde atracar en tierra firme, el anciano negro soltó un quejido tenue; le rodaron por las mejillas unos lagrimones que se le confundieron con sudor. Apreté las manos en el volante del Monza.

“No puedo. Perdóneme. Quiero regresar a Monterrey”. No le reproche nada. Volví el volante y retorne por la misma carretera vieja. Nos alejamos de la frontera de nuevo. El subir y bajar, las curvas como riesgo latente. Le dije que callara, que fuera hombre, sin sollozar como muchacho. Pisé el acelerador del Monza, a riesgo de desvielar el motor. Calculé el tiempo de regreso. No menos de tres horas en un viaje inútil que me hizo perder casi por completo un día.

Entendí las motivaciones del viejo, sus nostalgias por la Isla, su terror infantil a vivir en otro espacio que no fuera el propio, pero no le confesé nada. Recordé la frase completa de Novalis: "siempre estoy yendo a mi casa, siempre yendo al hogar de mi padre".

No quise mostrarle debilidad: pensé en mi padre y en mis propios miedos. Y no eran, nunca serían, tan diferentes a los suyos.

Somos humanos y nada entre nosotros nos es ajeno.


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