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2133 29 Junio 2016

 

 

Ajuste de cuentas
(Entrevista a Daniel Salinas Basave)
Gerson Gómez

 

Monterrey.- Daniel Salinas Basave pertenece a una especie casi extinta, de los niños sabios, de aquellos infantes que fueron la tierra fértil de la inquietud de sus mayores. Escribe en voz alta, piensa con el cerebro a velocidad luz, sabe comportarse cuando se lo propone socialmente hablando.

Sus textos cuasi vivenciales son extensiones de diálogos interiores. Ha sabido desprenderse del mundo socialite y se ha plantado como escritor y periodista.

Gerson Gómez: Los Vientos de Santa Ana es tu primera novela publicada, es donde dejas exteriorizas tu veta periodística-literaria, ¿quién crees que en este texto primigenio impone sus condiciones?

Daniel Salinas Basave: ¿Quién impone sus condiciones? Impone condiciones la rabia, el hartazgo. Creo que Vientos de Santa Ana es un ajuste de cuentas con  el periodismo. Es el cobro de una factura y el pago de una deuda. La voz es de un reportero que está hasta la madre de periodismo, que lo aborrece y quiere escapar de sus garras. Empecé a escribir esa historia en un momento muy duro, muy extremo para la ciudad y para mi vida. Empecé en los años más violentos de Tijuana, en un momento en que yo llevaba más de una década ininterrumpida reporteando en la calle con la certidumbre de que mi vida se estaba yendo por un resumidero. La novela fue interrumpida, archivada y retomada varios años después cuando ya invadía otro estado de ánimo. La clave de una narración es su tono, y con Vientos de Santa Ana me costó horrores recuperarlo. Mi tono de 2015 no podía ser el mismo de 2007. Se me había pasado la rabia y el instinto asesino, pero pensé que esa novela tenía que terminarse aunque no se publicara. Tenía que cerrar el círculo, aunque supiera que no llegaría a ninguna parte. La terminé, la inscribí a un concurso con muchas más dudas que certezas, seguro de enviarla al matadero, y cuando supe que había ganado segundo lugar no daba crédito. En verdad no lo podía creer.

G.G. ¿Te das cuenta de tu tema central entre el periodismo, la literatura y el poder político?

D.S.B. Pones el dedo en la llaga. Es una novela sobre periodismo y poder político, sobre periodismo y corrupción, sobre una amalgama podrida en donde no hay héroes ni quijotes. A veces parece que el verdadero villano es el mismo periodismo. Hay quien la ha definido como una novela negra, cuya columna vertebral es la resolución de la autoría intelectual de un crimen histórico contra un periodista. Creo que el crimen del Gato es la semilla y el cimiento, pero la novela va más allá. Su centro (usando el término de Pamuk) o su punto ciego (usando la definición  de Javier Cercas) es la imposibilidad de hacer justicia. El peor enemigo del reportero es su propia redacción, pero también su peor enemigo es él mismo, su ego, sus ansias de protagonismo, su ambición, su alcoholismo. Guillermo D., mi personaje, no es un héroe solidario buscando hacer justicia por un colega muerto, sino un tipo hinchado de ambiciones y con una sed canija de reconocimiento.

G.G. Tu condición de lector avezado, de consumidor de ríos de tinta, ¿te ha servido para esta vocación que te ha llegado en plenitud en tu cuarta década de vida?

D.S. Yo soy un lector que se ha ganado la vida como reportero. Todo lo demás ha llegado por añadidura, casi como consecuencia lógica e inevitable. Lector he sido toda la vida, ha sido mi única constante. Soy y he sido siempre un teporocho de la lectura y quizá por eso mismo desde muy pequeño he tenido inclinaciones y deslices escriturales. Crecí bajo una montaña de libros bajo la cual había una casa. Hasta la temprana juventud, mi camino de vida era el de todo joven escritor en México. Iba a talleres, publicaba textos en donde me lo permitieran. Mis primeros textos publicados se remontan a 1992-1993, una suerte de exabruptos abortivos a los que me atrevía a llamar poemas, una suerte de death metal literario. Cuando iba al taller de Ramírez Heredia en 1997, iba avanzado con una novela en la que el Rayito Macoy tenía fe. Yo iba bien, pero en eso se me atravesó el puto periodismo y todo se fue a la chingada. Empecé a trabajar en El Norte y aquello fue como probar una droga dura. Desgastante, asesina, martirizante pero muy adictiva. Le agarré saborcito a la reporteada y mira que en El Norte eran jornadas matadoras. En 1999 me invitaron a ir a fundar un nuevo periódico en Tijuana y me tiré a matar, como el Borras. Fue una experiencia intensa, extrema, de mil y un insomnios. La vida empezó a correr con prisa. Dos años después estaba reporteando desde los escombros de las Torres Gemelas en la Zona Cero, y para entonces ya había hecho ya varias coberturas en el extranjero, firmaba notas duras en portada y estaba volcado en cuerpo y alma en el periodismo, aunque siempre con un libro bajo el brazo. En ese entonces mi deseo era ser un corresponsal de guerra, un explorador del infierno. Después de Nueva York siguió Hank y luego la era más sangrienta y violenta de la historia de Tijuana. Mientras los escritores de mi setentera generación conseguían sus primeras becas, ganaban sus primeros premios y publicaban sus primeros libros, yo estaba reporteando 16 horas al día. Yo nunca he tenido una beca de joven y desde 1997 hasta 2009 no publiqué nada que no fueran notas, reportajes, crónicas y columnas en papel periódico. Al periodismo le debo mucho. Fue mi mejor universidad para contar historias, mi mejor doctorado en escritura creativa, pero fue también mi peor enemigo y necesité dejarlo atrás para poder empezar a escribir en serio. Quizá por eso le guardo rencor, porque a veces pienso que el periodismo me robó década y media de mi vida, que solo hasta que volví a la literatura volví a ser yo mismo y a vivir en plenitud. Al periodismo le debo mucho, pero también tengo mucho qué reclamarle. Vientos de Santa Ana (y Dispárenme como a Blancornelas) son mis ajustes de cuentas.

G.G. La irrupción de tu persona frente a los narradores norteños, que sigue un poco de lo ordinario que se escribe sobre el narcotráfico, la política y el ascenso social, ¿es la forma o el fondo de tu propuesta?

D.S.B. Yo no niego la cruz de mi parroquia: soy norteño y mi entorno suele ser el mayor proveedor de mi narrativa. Escribo siempre desde el norte y muy a menudo (aunque no siempre) sobre el norte. Nací en Monterrey y emigré a  Tijuana, lo que se traduce en vivir dos formas extremas de norteñidad.

Cuando de narrativa de ficción hablamos, casi tres cuartas partes de las historias que he escrito se desarrollan en escenarios de las regiones donde habito o he habitado. Mi mayor seminario de escritura creativa fue ser reportero en Tijuana y de manera inevitable esa experiencia de vida callejera se ha reflejado en no pocos párrafos.

Ahora bien, ¿cuáles son las características que otorgan el certificado de norteñidad en la narrativa, si es que semejante cosa existe? No escribo en spanglish ni uso la jerga de un cholo del Barrio Logan y, aunque admiro a Eulalio González, no suelo abusar del riquísimo glosario piporriano ni me da por plagiarle expresiones a mi tocayo Daniel Sada. ¿Soy menos norteño por eso? Muchas de mis historias son sobre reporteros con un trasfondo violento, de caos total, otras sobre seres absurdos, gente que se niega a resistirse a su destino de condenada. Historias atascadas de humor negro. Me siento un ave rara, ni de aquí ni de allá, desterrado del periodismo pero sin ser del todo bienvenido en la literatura.


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