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¿Y SI LOS DOCTORES SE EXTINGUEN?
Benjamín Palacios Hernández

pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

Cide Hamete Benengeli, en El Quijote

No me parece en modo alguno fortuito que las dos primeras reacciones, quizá las únicas, hayan venido de un doctorando y de una doctora; ambos inteligentes, los dos sensatos y sensibles ante su entorno; una, amiga antigua cuya lejanía no ha matado el afecto, el otro no conocido hasta ahora más que a través de esporádicos intercambios de letras en estas páginas, pero igualmente apreciable.

De nuevo me veo obligado a agradecer –con un rubor fingido, he de reconocerlo– los elogios de Tomás Corona. Efectivamente esa ridícula parafernalia pomposa del “mundillo cuadriculado, fatuo y maloliente” de ciertos círculos doctorales la conozco al dedillo aunque desde fuera, y algunas veces tuve la ocasión de alternar con sus representantes en discusiones privadas y en conferencias públicas. Desde fuera se puede celebrar como un chiste la pompa y la circunstancia, aunque sé y comprendo el que, atrapado dentro de aquel mundillo, más de uno deba tragarse esa rabiosa impotencia de la que habla Tomás (y sí: leí aquella carta tuya; no le añadiría ni una coma. Por cierto, ¿no ejerció acciones punitivas en tu contra el doctorcillo?).

En realidad, esta centenaria dualidad del que enseña y el que aprende degeneró de las bucólicas y tiernas leyendas del maestro sabio y bondadoso hasta convertirse en equivalente de otras dualidades menos festejables: dirigente-dirigido, gobernante-gobernado, dominante-sometido. No sólo en las muy relativas alturas de los doctorados. Desde la enseñanza secundaria, y con mucha mayor fuerza a partir de la preparatoria y las facultades universitarias, cada vez es más común el espectáculo denigrante e irritante de maestrillos semi-alfabetizados, de cultura paupérrima y de una estatura ética tan enana que les permite tiranizar y frustrar los rumbos futuros de miles de niños y jóvenes, que en sus primeros encontronazos con la “cultura” universitaria se topan con tipos frustrados ellos mismos, intolerantes, ignorantes y celosos de que algún alumno demuestre algunos brillos; que hacen valer su autoridad -nacida no de otra fuente que la de “ser el maestro”– castigando, maltratando y reprimiendo con el arma de las calificaciones.

Por otra parte, yo comprendo que alguien pueda sentirse la mar de bien cuando, después de fatigosos esfuerzos –que además de fatigosos no sean fructíferos es lo que cuestiono– durante cuatro o cinco años adicionales, es llamado doctor o doctora. La identidad de las fuentes de las que obtenemos placer, como los designios de Dios, es inescrutable. Algunos incluso se excitan si los tratan mal. En este asunto, que no era el mío al escribir el texto al que nos referimos, me limito a recordar el caso de un cura al que conocí en mi lejana niñez. No era precisamente progresista, pero sí un hombre sensato y bueno. Solía poner la palabra “presbítero” después de su nombre, y ya entonces alguno de esos que creen firmemente que el mundo ha de regirse por normas inalterables le preguntó una vez, estando yo presente, por qué no la ponía delante, como todos: licenciado tal, ingeniero equis, etcétera. El cura le respondió llanamente: “porque primero soy hombre, después presbítero”. Que cada quien saque sus conclusiones.

A María de los Ángeles le diría, además de lo anterior, que “seguir la lógica de alguien hasta las últimas consecuencias” con frecuencia conduce a callejones sin salida o al precipicio. En el menos peor de los casos lleva a atribuir al otro “lógicas” inexistentes. La mía al menos no conduce, ni en primera ni en última instancia como a Mari Pozas le parece, a liquidar las universidades y a convertirnos todos, al grito de “¡muera la enseñanza formal!”, en autodidactas.

El fenómeno de los poseedores de títulos y de nada más, lo rutinario del aprendizaje y la extinción progresiva del pensamiento original; la incapacidad de muchos para pensar con la propia cabeza, el in-ejercicio del criterio y la sólida e imperturbable vocación de seguir las viejas rutas, unas y las mismas desde hace siglos. En suma, la incontrastable y lastimosa realidad en la que, salvo las infaltables y muy meritorias excepciones, los tuertos guían a los ciegos en un ciclo irrompible que sólo produce más ciegos y más tuertos. Todo esto, digo, es lo que, para utilizar la expresión de María, saldría sobrando. Porque no sólo está de más, no sólo es un extendido fenómeno frustrante e irritante para unos y de risa loca para otros: ha defenestrado al intelecto para meter por la puerta trasera a la apariencia, el carrerismo, la simulación y el servilismo.

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