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200 AÑOS DE ERRORES
Mauricio Merino

Apenas ha comenzado el año 2010 y ya es evidente que la conmemoración del Bicentenario de la Independencia se impondrá poco a poco al recuerdo del Centenario de la Revolución mexicana. No sólo por doblarle la edad, sino porque la Independencia tiene menos carga ideológica, menos dueños con cartas de propiedad y porque puede ser lanzada por el gobierno y por sus aliados sin más compromiso que el de celebrar la emancipación del país. De paso, el Bicentenario también lo es de Latinoamérica y puede significar un pretexto magnífico para buscar una mayor cercanía con el lugar al que realmente pertenecemos.

No obstante el aspecto lechoso que ya auguran esas celebraciones —llenas de discursos inútiles, héroes a modo y fuegos artificiales—, el Bicentenario también debería servirnos para cobrar conciencia de las cosas que hemos hecho tenazmente mal durante 200 años. Como lo haría un hombre maduro al reflexionar sobre su trayectoria desde el momento en que dejó la casa paterna, México podría volver la vista atrás para reconocer los errores que ha cometido. Sería mucho más provechoso un bicentenario así, que el diseñado para el gran grito y la gran verbena.

Durante 200 años, por ejemplo, hemos mantenido la desigualdad como la principal seña de identidad del país y como lo primero que advierte un viajero, del mismo modo que lo hizo Alexander von Humboldt a principios del XIX, o incluso peor. Si Humboldt decía que “los españoles componen la décima parte de la masa total y casi todas las propiedades y riquezas del reino están en sus manos”, para el último tercio del siglo Luis González veía que “en medio de un edén, sobre un subsuelo dorado, bajo un cielo luminoso y una verde superficie, moraba un pueblo de parias”: más del 80% de la población sobrevivía apenas con su trabajo, mientras que un puñado de poderosos —y enriquecidos— gobernaba sobre la masa. Exactamente igual que ahora, cuando el país alberga a uno de los hombres más ricos del mundo, mientras la pobreza absoluta afecta a más de la mitad de la sociedad y las carencias sociales siguen creciendo como humedad.

En dos siglos de vida tampoco hemos derrotado a la ineficiencia. Si la colonia que fuimos inventó el “obedézcase, pero no se cumpla”, el país independiente creó una amplia red de impunidades y burocracias para dejar de hacer, mientras se discute obsesivamente qué vamos a hacer. John Coatsworth vio que si “en 1800, México producía más de la mitad de los bienes y servicios que producía Estados Unidos, hacia 1877 México generaba apenas 2% de la producción que salía de las fábricas y del campo del coloso del norte”. Y hoy, casi todo nuestro desempeño económico depende ya de lo que suceda en la economía de Estados Unidos. En 1810 escapamos de España, pero no de nuestros propios errores.

Y es probable que el más grave de todos sea la persistencia de la corrupción y de la inseguridad: dos males que han ido juntos desde un principio. El informe del segundo periodo presidencial de Benito Juárez ya advertía que entre las causas que impedían el crecimiento de México, “la principal es la falta de seguridad, que proviene del temor al robo y sobre todo al plagio, que aterra y paraliza el movimiento de la vida y de la sociedad”. Y si hoy padecemos el narcotráfico, en el XIX sufríamos de los “charros contrabandistas de la hoja” del tabaco, cuyo libre comercio estaba prohibido. Cuando se leen los relatos de Luis Inclán, salta a la vista que seguimos sin resolver el tráfico ilegal de sustancias prohibidas, porque las policías locales son cómplices de las bandas que trafican con esos productos y porque el gobierno federal nunca ha logrado dar un golpe definitivo.

Pero del mismo modo que ayer, nos siguen sobrando palabras para justificar lo que no hicimos. La incapacidad de los mexicanos para ponerse de acuerdo y trabajar armoniosamente es tan vieja como nuestra identidad nacional. Tanto, que de hecho gracias a ella nacimos como país. Y desde entonces también surgió el desencuentro que dura hasta nuestros días. Si hoy nos quejamos de la partidocracia es, acaso, por desmemoria, pues antes de los partidos consolidados México se había gobernado mediante una secuencia de proclama, alzamiento y líder autoritario, seguida de una nueva proclama, un nuevo alzamiento y un nuevo líder autoritario. Y todavía ahora hay quien sugiere que el 2010 traerá una nueva proclama, un nuevo alzamiento y la promesa de un nuevo líder autoritario. De brotar algo así, no haríamos más que confirmar que durante 200 años no hemos hecho más que dar vueltas en una noria.

Profesor investigador del CIDE

El Universal

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