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1199 28 Noviembre 2012

 

La cena de Alfonso Reyes
Eligio Coronado

Monterrey.- En La cena*, un hombre es invitado a cenar y de allí arranca una historia que ha durado cien años. Una historia que pertenece al género fantástico, pues no hay un asidero lógico que la sustente. Una historia que podría no haber ocurrido, según el estado de ansiedad del personaje.

Alfonso, acaso un heterónimo del autor, Alfonso Reyes (Monterrey, N.L., 1889-Ciudad de México, 1959), recibe una invitación de parte de dos damas desconocidas (Magdalena y Amalia: madre e hija) para que las acompañe en la mesa familiar la noche del día siguiente en punto de las nueve. Aunque no las conoce, una enigmática frase de la esquela convence a Alfonso de asistir: “¡Ah, si no faltara!...” (p. 12).

Al llegar al domicilio es recibido con afecto y familiaridad: “Pase usted, Alfonso” (p. 13). La cena transcurre sin novedad, aunque el personaje central empieza a sospechar cierta inquietud en el ambiente: “Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición” (p. 17).

Después de la cena, pasan al jardín (“En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial como el de un camposanto”, p. 18) y allí se devela el misterio: las damas son familiares de un capitán de artillería que ansiaba conocer París, pero debió ir a Berlín a realizar unos estudios en una fábrica de cañones y el estallido de una caldera lo dejó ciego. Tiempo después lo llevaron a París, pero ya era tarde.

De manera que la petición es que Alfonso le cuente al militar sus impresiones de la Ciudad Luz: “Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!” (p. 20).

Extraña petición para un desconocido, pero sobrenatural cuando Alfonso se entera de que a quien debe contar esas impresiones es al retrato del militar ya difunto quien, además, tiene su mismo rostro. A nuestro personaje se le cae el retrato de las manos, mientras las damas lo observan “con un cómica piedad” (p. 21).

Alfonso huye despavorido de aquella casa y llega a su domicilio justo cuando dan las nueve campanadas. Esta coincidencia de las horas (de la cita para cenar y de la llegada a su hogar) nos hace pensar que todo fue producto de una inexplicable excitación que lo aquejaba antes de que este singular episodio ocurriera: “Yo corría azuzado  por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta algo funesto acontecerá” (p. 11).

Pero hay un detalle que le otorga una escalofriante veracidad a esta fantasía: al final del cuento, cuando el personaje llega su domicilio, descubre que: “Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté” (p. 21). Recordemos que al concluir la cena, las damas llevaron a Alfonso al jardín (“un jardincillo breve y artificial como el de un camposanto”, p. 18).

El detalle de las hojas en su cabeza y la florecilla en su ojal, pudo haber sido tomado del famoso minicuento “La prueba”, del autor inglés S.T. Coleridge (1772-1834): “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?” (El libro de la imaginación. México, D.F., Edit. FCE. 1976, p. 13).

Como dato curioso, el personaje Alfonso es requerido para que hable de París, y el autor, Alfonso Reyes, al año siguiente de escribir este cuento fue nombrado segundo secretario de la legación mexicana en París (a mediados de 1913). Luego sería embajador en Francia (1924-1927). El cuento “La cena” sería publicado hasta 1920 en el volumen El plano oblicuo (Madrid, Tipográfica "Europa", 1920) e incluido posteriormente en sus Obras completas, vol.III (México, D.F., FCE, 1977).

Alfonso Reyes. La cena. Monterrey, N.L.: Edit. UANL, 2012, 21 pp. (Edición de bolsillo.) (“Ejemplar gratuito con motivo del centenario del cuento ‘La cena’ de Alfonso Reyes, 1912-2012”.)

 

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