Suscribete
 
1246 4 Febrero 2013

 

Sinaloa ficción
Ernesto Hernández Norzagaray

Culiacán.- En las vacaciones de fin de año tuve oportunidad de disfrutar de dos libros que recomiendo ampliamente, uno del sociólogo catalán Vicente Verdú, que lleva por título: El estilo del mundo, la vida en el capitalismo ficción, publicado por la editorial Anagrama, y otro del premio nobel peruano Mario Vargas Llosa, La Civilización del Espectáculo, que llevó al mercado Alfaguara.

Además, también disfruté el dossier sobre Sinaloa recién publicado en la excelente revista México Desconocido, que con una cuidada selección de atractivos turísticas, voces e imágenes naturales, históricas, arqueológicos y arquitectónicos, busca animar al lector curioso a ir en busca de cada uno de ellos y combate la carga negativa que tiene hoy la marca Sinaloa.

Un marca ganada gracias al lugar especial que ocupa entre los estados con mayores índices de violencia y su muy singular pasarela escatológica de reinas, amantes, madres, sicarios o morros vinculadas al narco, que han satisfecho el gustillo literario de muchos periodistas y escritores. No obstante, que no terminan por responder las preguntas esenciales del drama en que se ha convertido este pasaje de la historia del estado de los once ríos.

En este texto no pretendemos ir nuevamente hacia los terrenos tortuosos del narco, sino al campo de la cultura. Buscaremos, desde Verdú y Vargas Llosa, hacer una reflexión sobre nuestro tiempo e inevitablemente del futuro de este estado de estampas y ficciones que nos presenta magistralmente México Desconocido y envilece frecuentemente una cotidianidad algunas veces dura y otras veces dulce.

El dolor de la nostalgia
Quizá, cada vez menos sinaloenses, somos rehenes de la nostalgia y más proclives a la ficción que busca “desprender la peste de lo real, componer una realidad formateada, controlada y chic, desprovista del olor de la edad, libre del pringue histórico”. O sea ante la necesidad del sistema de emanciparse de lo real, se vuelca en la floreciente explotación de lo ficticio. Donde todo es efímero y desechable. Es el mundo del aquí y el ahora, problematizado muy tempranamente por Hebert Marcuse en su libro El hombre unidimensional.

Es decir, la nostalgia que alimenta el arraigo y parte del principio de que todo pasado siempre fue mejor, mientras el presente es sólo muestra deformada del ayer. Y es que el mundo que le toca vivir a los más jóvenes está asociado a la paulatina “desaparición del hombre”, como lo llamaría el filósofo francés Jean Baudrillard, para referirse a la sustitución del ser humano por un mundo virtual, superfluo, banal, efímero.

Quizá los abuelos y las abuelas sinaloenses todavía rememoran con sus nietos e hijos, trazos emocionales del mundo bucólico del campo, la sierra o el mar. El contacto directo de ellos con la madre naturaleza. Sus viajes al encuentro de los aromas, texturas y sabores de las rancherías y pueblos, de los valles y sierra; la búsqueda del agua en los ríos, arroyos o el mar. La comida con exceso de proteína animal y verduras frescas. Las largas caminatas por el monte y las playas. Las conversaciones interminables alrededor de una fogata y las historias fantásticas de los más viejos.

Aquellos momentos tienen otro sentido del tiempo y el espacio. Que hoy ven algunos con nostalgia, con una nostalgia que duele porque el recuerdo es muchas veces la única forma de aferrarse a la vida. Como una suerte de resistencia contra el olvido y hasta algo de mala consciencia ante lo inevitable. Un ejemplo de ello es el estupendo libro de Rubén Rocha Moya, quien recientemente ha publicado bajo el titulo Caña quemada, relatos de la vida en el noroeste mexicano, donde recrea unos personajes como coartada para observar los entresijos de estas comunidades que dicho de paso ya no son lo que alguna vez fueron. Si no es que ahora son sólo caseríos abandonados gracias a la presión que ejercen sobre sus pobladores delincuentes, militares y policías.

Estos pueblos, además, están cada día más acotado por los circuitos de la información, como lo pontificaba el sociólogo José Joaquín Blanco, en su sugerente libro de crónicas de la modernidad Cuando las chicas empezaron a usar medias nylon, quien con una imagen inmejorable describe su efectos en el último de los rincones de la patria, “basta, decía, un radio de transistores para estar en contacto con el mundo”. Y decir mundo, era decir casi todo, en el territorio de la información de las trasmisoras y retro transmisoras. No se diga hoy con el internet, que está en los lugares más recónditos con su carga de información, sonido e imágenes.

Es decir, la cultura en el sentido más amplio, que en otro tiempo fue un estado de conciencia del mundo ha sido sustituida por lo efímero del clip, el jingle o la imagen. Lo momentáneo. O el miedo. O ambas.

Banalidad
En Sinaloa hemos visto durante las últimas décadas como se extienden los tentáculos del llamado capitalismo ficción, es decir, el nuevo mecanismo que sustituye las formas de los llamados capitalismos de producción y consumo. Son los malls las nuevas catedrales de consumo que aniquilan muchos negocios familiares. Se trata de un capitalismo donde además de realizar el valor de la mercancía no queda únicamente como satisfacción de una necesidad, sino imprime gozo, placer, diversión.

De ahí, que a diferencia de los otros capitalismos el contenido y la forma de los productos estén cargados de sensualismo. Buscan estimular los sentidos y en última instancia divierten con sus formas y colores. Es por ello que vivimos la gloria del diseño y su música para los ojos. Dirá Vargas Llosa, cosa que no divierte, no tiene futuro en el mercado. Sea este el de bienes o incluso el de la política que vienen con una envoltura cada vez más light. Menos protocolaria. Pero, eso sí, más procaz.

En esta tarea tan majestuosa los medios de comunicación tienen un lugar estratégico como vía de difusión y destrucción. Hoy aquella de visión de la cultura, donde ésta era un estado de conciencia, pierde espacios rápidamente. Por poner ejemplos, la literatura norteña, vinculada al narco, pretende antes que ayudar a comprender la naturaleza de este fenómeno, que cada año cuesta miles de vidas, buscan divertir con personajes chistosones (Pito Pérez, dixit), explotar el morbo por la ilegalidad y mejor aun la propensión cada vez mayor por lo light.

Al leer estos libros queda la sensación de que las balas de las calles son la letra en el papel. Nada diferente. Igual ocurre con el “arte” de la violencia y el narco que, por cierto. Noroeste recientemente le dedicó un reportaje donde incluía hasta una entrevista a un filósofo que argumentaba a favor de un arte “comprometido” con la realidad sin detenerse un momento en la calidad de las obras. Es decir, un arte al servicio de las mejores causas de un pueblo que me recuerda a Lisenko, aquel biólogo soviético que intento aplicar las leyes del materialismo dialéctico al campo de la biología. Lo que le significó una sonora crítica de la academia y la investigación.

Entonces, me quedo mejor con la idea de Vargas Llosa de que, producto de los cambios vertiginosos, se está perdiendo algo que no debe estar sujeto a dudas sobre qué es la literatura y qué es el arte. Que valores intrínsecos son inmutables. Y nos sirvan para distinguir entre lo artístico y la charlatanería.

Hoy, en Sinaloa, hay mucho de charlatanería “artística”. Lo sorprendente es que las políticas culturales y con ellos los espacios públicos, son invadidos por personajes audaces que investidos del principio posmoderno de que todo se vale, cuelgan y exhiben obras que llegan a ser un atentado al sentido común y la formación de nuevos públicos en el arte. Quizá no pueda ser de otra forma, cuando la política también está perdiendo aquella aura de servicio público para convertirse en una frivolidad constante, donde igual todo se vale. Donde se gobierna con el encuestador de cabecera. Y donde cada caída en las simpatías busca levantarse con un baño de pueblo, donde se reparten gratuitamente pollos, filetes, verdura o licuados de frutas.

Se trata de estar ahí y utilizar a los medios a través de las peores formas y una dudosa eficacia. “Es preferible que se hable mal de uno, que no se hable”, reza un principio de esta nueva generación de políticos. Entonces, desde ahí se ejerce el llamado arte de gobernar, y esto puede significar, un sinfín de ocurrencias, dislates, contradicciones, desmentidos o escándalos. Pero qué importa, también en política, todo se vale.

En definitiva, estamos viviendo un tiempo de transición desde un tiempo de nostalgias como un estado de conciencia donde siguen estando presentes, olores, texturas, sabores, sonidos e ideas, hasta otro dominado por los medios de comunicación y el marketing, donde todo tiende a banalizarse con una rapidez asombrosa.

Quizá el problema es que de mucho ni siquiera nos damos cuenta y nos dejamos llevar por la música de las sirenas.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 


15diario.com