En su Guerra de los Judíos
Hugo L. del Río
Monterrey.- En todos los Ejércitos del mundo hubo, hay y habrá asesinos y torturadores, ladrones, desertores y hombres de traición. Son, desde luego, una minoría. Deshonran a la institución, ensucian a la bandera y manchan el uniforme. Merecen ser castigados: sus crímenes dañan a toda la sociedad. La punición debe ser expedita, en tanto decisión de la justicia.
La aplicación del Derecho y el fallo de la Ley no pueden, no deben marchar sobre la caparazón de una tortuga. Pero estamos en México y vivimos en Nuevo León: espacios oscuros donde se esconde el sicario y el juez corrupto cuenta las monedas manchadas de sangre.
En abril se cumplen dos años del asesinato del joven doctor Otilio Cantú, ametrallado por soldados quienes pretendieron, además, enlodarlo: era un narco, dijeron; nos disparó y respondimos al fuego.
Al crimen siguió el agravio. Dos años y los homicidas van de juzgados militares a tribunales civiles.
El Ejército, escribió don Miguel de Unamuno, tiene tantas cosas en común con la Iglesia católica. Roma protege a los sacerdotes depravados; la Secretaría de la Defensa Nacional ampara a los troperos que caen en la perversión.
Dos años en discusiones sobre si serán magistrados castrenses o civiles quienes han de juzgar a matones que además de sacrificar a un joven inocente, mutilar a la familia y lastimar a la sociedad, le causaron un grave daño a la institución armada. Y todavía aplaudimos la militarización de la policía.
El caso del doctor Otilio Cantú no indigna ni conmueve ni molesta al gobernador Rodrigo Medina ni a su empleada, la señora Minerva Martínez, quien cobra como titular estatal de Derechos Humanos.
El acto de extrema violencia ocurrió en Nuevo León, la víctima era un nuevoleonés. Le correspondía a Rodriguito y a su asalariada poner todo el empeño posible y hasta el imposible en escarmentar a los culpables. Pero no. Medinita está muy ocupado con sus presentaciones pagadas en TV y, Martínez, bueno, es Martínez, y con ello se dice todo. La tragedia obliga a una reflexión.
Dice Perogrullo que los soldados no son policías: el tropero no sabe ni tiene porqué saber de garantías ciudadanas: está adiestrado para matar y destruir. Eso es lo suyo. Se aprovechan sus conocimientos técnicos, su organización y su disciplina para auxiliar a la población en casos de desastres, pero esa no es su verdadera función.
Seguimos con don Pedro el Grullo: la policía mexicana está podrida hasta el tuétano. Hay una que otra excepción, claro, pero son eso: singularidades.
Calderón comprometió a las fuerzas armadas en una tarea que no les es propia. En su momento, creo que todos lo entendimos y lo aceptamos, en la inteligencia de que era una desesperada medida de orden provisional. Pero ya pasaron cinco años y los militares siguen en la calle.
¿Qué cinco años no fueron tiempo más que suficiente para crear una policía nacional o gendarmería bien preparada, digna de confianza, que tendría que haber reemplazado al personal bajo banderas?
El nuevo gobierno nos habla de que formará a cosa de diez mil gendarmes. Son muy pocos. Aunque se tratara de efectivos merecedores de respeto no podrán hacer nada. ¿Qué sucede, no quieren los gringos que los fusileros regresen a sus bases?
Estamos pagando un precio muy alto y muy doloroso para que los gringos no consuman drogas que, todo lo indica, pronto se podrán vender en las “drugstores”. ¿Para eso estamos muriendo, para eso exponemos al Ejército y la Armada a la doble, diabólica tentación de cobrar el gusto por matar y difamar y/o cobrar el billete sucio de los capos?
En su Guerra de los Judíos, Flavio Josefo puebla con sus vivencias nuestras pesadillas: “No teniendo ya el Ejército a quién matar ni qué jaquear”.
¿Es eso lo que queremos, es eso lo que nos merecemos?