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1356 8 Julio 2013

 

EL CRISTALAZO
No me tumbó
Rafael Cardona

Ciudad de México.- Sentado en la mesa de su cabaret en la avenida Doctor Vértiz, Mantequilla Nápoles miraba con la misma fijeza hipnótica con cuyos brillos comenzaba a destruir a sus enemigos en el ring.

–¿Tú me harías favol, de veldad chico? ¿Me harías ese favol?

El amigo ocasional había llegado de la mano de otro tan superficial como el primero. Se sentaron y el campeón se abrió paso entre las mesas. Los meseros le obedecían, las mujeres le coqueteaban. Fiero el mostacho, fácil la sonrisa, pero en el fondo de todo, esos ojos, esa mirada de felino a punto del salto. Cuánta ingenuidad en el fondo.

–Toma, le dijo. Ahí está apuntada la dirección. Dale mi saludo y mi beso a mi mami, a mi mamita. Dentro del sobre había dólares, verdes, frescos: olorosos a caja fuerte. ¡Salud! Gracias, hermano, gracias hermano.

Quizá no mucha gente lo sepa, pero el Buen Jesús lo sabe. El recién llegado jamás fue a Cuba, jamás vio a la vieja del Mantecas, y nunca volvió a la taberna.

–Ya no vivía allí, me dijeron. Te lo juro.
–¿Y la lana?
–Me la gasté, y cuando la fui a pagar, el bar ya había cerrado.

Tiempo atrás, el gran Mantequilla se deslizaba por el ring con la seguridad elástica de una pantera. Botines blancos, letras negras en la pernera izquierda. MN. Franca la sonrisa y seguro el paso.
Venía de perder en aquella desigual pelea contra Carlos Monzón en Francia.

–Carajo, chico, no se podía, no había modo, el tipo iba padelante y padelante. Estaba fuerte, muy fuerte. Y parecía un camión. Bailé hasta mambo, ¿sabes? El problema era salir vivo de allí.

Monzón había regresado a México. Convertido en promotor gozaba su fama y su fortuna. Lo miro en el Gran Hotel de la Ciudad de México. Él y Acavallo, un pupilo suyo a quien le van a echar al Mantecas, se pavonean bajo los cristales incomparables del vitral de luces multicolores.

Pasan por las jaulas doradas de los elevadores y se dejan mirar y acariciar por la fama. La fama de Monzón, pues al otro nadie lo conoce. En eso llega El gato Marín. Carajo, toda Argentina ahí. El gran campeón, el gran portero. La Cruz Azul, la cruz del sur.

Vamos al entrenamiento. No sé cómo, pero acabo doblado en tres en la parte trasera del Mustango de Marín. Ruge la máquina azul. Vamos a los baños del Jordán, donde Mantequilla entrena sin imaginarse la visita más inoportuna y menos deseada: Monzón, el verdugo de Poitieux.

Cuando llegamos, la conmoción es enorme.

José Angel suspende el entrenamiento. La sudadera gris esta empapada. La cara hosca. Los ojos negros, negros como nunca.

–Por favor una foto, dice Ignacio Castillo.

Mantequilla accede, y luego del click,click, se baja del ring. No vuelve más. Vino la pelea, y MN deshizo a Acavallo en tres rounds. 

–¿Cómo fue la pelea, campeón?

–Nada, le puse en la madre. Nomás.

Pero el tiempo pasa silencioso. Dentro de La Regional se percibe el olor agrio de la copa vieja y la milanesa frita. La cantina de sus compadres, en Niño Perdido es una especie de club, oficina y refugio para Mantequilla. Ahí está tranquilo, en su medio, con los suyos. Se dicen muchas cosas, pero él bebe poco. Le gusta cocinar, charlar.

–¿Vas a pelear contra John Stracey? Es un chavo de 24 años, puede ser tu hijo.

–Pues no sé cómo ande la mamita de ese ¿veldad?
Y se ríe enormidades por su chiste.

Llega la pelea, y en la Plaza de Toros México, un trompetista no deja de tocar el alacrán, el alacrán; el alacrán te va a picá. Carajo, cómo chinga el de la cornetita.

Comienza la pelea, se inician las hostilidades, dice un cronista de la televisión. Mantequilla se dispone a flotar en el centro del cuadro. Hace un par de fintas con todo el cuerpo, Stracey se traga el anzuelo y lo siguiente es tragarse una izquierda perfecta y luego un remate de derecha. Vámonos para abajo, vamos a mirar la nube desde la lona.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... límpiate los guantes, ¿ok? ¿Puedes seguir? Yes, dice yes. Y en ese momento la regla comienza a cumplirse.

Fuerza y técnica para tirar a un novato en el primer round, pero debilidad y vejez para no rematarlo en el resto de la pelea. Y el muchachito entra a la guardia, se mete como puede y golpea una, dos, tres veces en las débiles cejas del fatigado campeón. Ahí viene la nube roja:

–¡Ay, carajo, no veo nada y no veo nada con este ojo, y ahora el otro, la puta madre!, no veo.

¡Al ojito!, Mantecas te gritaban cuando los masacrabas con el tino de una esgrima. Al ojito. Ahora son tus cejas, ahora son.

¡Zas! ¡zas!, suenan los pasos en la lona. Izquierda, jab, ¡Mantecas, sácalo, sácalo, no lo dejes entrar, escucha, escucha! ¡El alacrán, el alacrán!
Ya se acabó el pleito. Ya perdiste, ya te ganó este caguengue. Y lo habías tirado en el primero.

–No veía, pelié tres “launs” ¡Ciego, cabrón, ciego, nomás oyendo! Y no me tumbó, no me tumbó.

Hoy me entero una vez más de su desgracia, de sus tristeza sin cuerdas y su anorexia, su depresión, su última pelea, la única para ganarla de a deveras, la pelea contra la vida, contra la muerte.

Todos acabamos al fin, Mantecas, pero por ahora dile algo fuerte a la cabrona vida, ¿no? Que te gane, pero no dejes que te tumbe.

 

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