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1393 28 Agosto 2013

 

ENTRELIBROS
Cuentos para (no) dormir
Eligio Coronado

Monterrey.- Juan Manuel Carreño (Monterrey, N.L., 1954) es uno de nuestros cuentistas más prolíficos. Desde su primer libro publicado en 1998 (De por qué Jack el Destripador se convirtió en Jack el Destripador… y otros cuentos), ha producido alrededor de una quincena de títulos.

Su trazo es tan rápido como su inventiva, y su habilidad para crear atmósferas cotidianas es tan eficiente que cuando uno empieza a leerlo de inmediato queda cautivado. A partir de allí todo nos parece verídico, incluso cuando su acostumbrada propensión a lo humorístico, lo fantástico y lo onírico se inmiscuyen en la trama.

Nada detiene su ímpetu narrativo: ni descripciones, diálogos, introspecciones, retrospecciones, elipsis, etc. Su vocación es tan intrépida que ha navegado por los diversos mares de la burla, el menosprecio, el sarcasmo, el desinterés y la marginación. Y aquí sigue, escribiendo y publicando.

En Cuentos para (no) dormir (Monterrey, N.L: Editorial Letras de Nuevo León, 2013. 74 pp) encontramos quince cuentos donde confluyen lo terrorífico, lo policiaco, lo fantástico, lo onírico y, extrañamente, casi nada de humor: una mujer que hace tamales de carne humana; una supertienda que vende carne humana; un hombre que va a pedir ayuda a una casa habitada por antropófagos; un sacerdote que alimenta a niños huérfanos con carne humana; una madre que vuelve de la tumba para cuidar a su hijo; una mujer que sale de una obra pictórica para casarse; una pareja que llega a una casa a pedir el teléfono y es asesinada por los dueños de la misma que a su vez son propietarios de un cine donde pasan películas sobre parejas asesinadas en las casas donde piden ayuda; un hombre, que oye constantemente un golpe de tambor, sueña que la cabeza de su esposa flota entre verduras y al despertar descubre dicha cabeza en la olla de los tamales que vende.

El policía que lo arresta no cree en ese golpe de tambor que el asesino escucha hasta que él mismo empieza a escucharlo; un niño al que le dicen que nació como un tamal, lo confirma años después cuando su esposa da a luz no a un bebé, sino a un tamal; un hombre, que muere en la calle sin darse cuenta, es abordado por la muerte disfrazada de chica punk la cual le muestra su propio cadáver tirado en la banqueta; la muerte visita un hospital para llevarse a un joven, pero el padre de éste se ofrece para morir en su lugar y, compadecida, la muerte los deja vivir a ambos, sacrificando a un anestesista; un hombre tiene una pesadilla que luego se vuelve realidad y, finalmente, un personaje de televisión que se lleva a los niños que se desvelan viendo su programa.

En el torbellino de historias de este volumen, contadas de prisa como es usual en este autor, sobresalen dos por su cuidada ejecución: “Volteretas” y “Clavos”. Nada les falta y nada les sobra. El ritmo es el adecuado, la extensión precisa y el tono perpetúa el placer de la lectura.

En “Volteretas” es inevitable que el fantasma de otras historias conocidas sobrevuelen el argumento, pero el empeño narrativo de Carreño logra salvar el cuento: un hombre sufre un accidente carretero y busca ayuda en una construcción donde unas personas comen tacos. Los comensales de su mesa hablan de terribles accidentes donde muchos murieron. Al preguntarle a uno de ellos cómo es que está vivo si el accidente fue tan brutal, el otro le devuelve la pregunta: “¿Y usted cómo sabe que lo estoy?” (p. 35).

La otra historia (“Clavos”) es la mejor del libro. Nada la empaña. Su hechura es impecable. Se siente original: un hombre alcoholizado sueña que su hijo llora y al ir a atenderlo, descubre que tiene un clavo incrustado en la cabeza y de inmediato se lo quita. Su esposa, al verlo con el clavo en la mano, lo considera un asesino y la policía lo detiene.

El juez le informa que todos tenemos un clavo en alguna parte del cuerpo y que al quitárselo al niño lo ha matado. Al despertar, el hombre escucha que su hijo le habla porque le duele la cabeza y, al ver un clavo tirado en el piso, le dice a su hijito: “Pobrecito, pero ahorita te pongo tu clavito, para que se te quite el dolor” (p. 9). Así de impactante es este cuento.

 

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