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1433 23 Octubre 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
Ciudad de Cadáveres Flotantes
JRM Ávila

Monterrey.- Un día después de que el usurpador llegara a la presidencia, nuestros muertos se levantaron de sus tumbas y flotaron sobre el cielo del pueblo. Duraron arriba seis años, cubriéndonos de vergüenza, no por lo que ellos hacían, sino por lo que nosotros dejábamos de hacer. De su vuelo se desprendía un murmullo indescifrable. Ni el reportero del aire pudo captar voces claras. Las cámaras mostraban desde el helicóptero la alfombra de cadáveres tendida en el viento. Su protesta duró hasta que el usurpador se fue como llegó, por la puerta de la ignominia.

Todo empezó el día que enterramos a Jerónimo. Ni entre seis hombres podíamos cargar el ataúd porque, si en vida había sido hombre de poco peso, muerto parecía hecho de piedras, pero ¿quién se queja del peso de un cadáver? No avanzamos ni cincuenta pasos cuando lo sentimos más liviano, aunque no nos lo dijimos. Nadie va a decir en medio del cortejo: Oye, la caja pesa menos. El caso es que en cierto momento se abrió y la tuvimos que sujetar para que no se nos escapara hacia arriba como si fuera globo.

La primera en darse cuenta de que el cadáver no estaba adentro fue la viuda, que lanzó un gritito y después se desmayó. Al volver en sí, gritaba, lloraba y decía cosas que no entendíamos, señalando el ataúd. Alguien dijo: ¡Jerónimo no está!, y aquello fue peor que si se nos hubiera aparecido. El hombre de la funeraria cerró la ventanilla, dijo unas rápidas palabras de despedida y ordenó que bajaran el ataúd.

Alguien reclamó: ¿Cómo van a enterrarlo vacío?, pero nadie atendió al cuestionamiento.

Tal vez las cosas hubieran parado ahí pero aquella noche de diciembre los muertos salieron de sus tumbas y empezaron a flotar. Primero pensamos que eran nubes. ¿Cómo íbamos a saber, aún en noche de luna llena, que cientos de cadáveres nublaban el cielo? No supimos interpretar lo que veíamos porque, aunque trajéramos reflectores, la luz no habría llegado hasta arriba. Gracias a eso la locura del pueblo no se desató aquella noche.

Al amanecer, cuando descubrimos las tumbas vacías, todo se volvió confusión. Entonces, binoculares en mano, supimos lo que flotaba en el cielo. Alguien propuso denunciar el saqueo pero no hubo quien lo tomara en serio. Los siguientes días no supimos qué hacer ante la parvada de cadáveres que iba de un extremo a otro sin salir de los límites del pueblo. No era cualquier cosa aceptar que nuestros difuntos yacieran en las alturas.

Alguien sugirió bajarlos a como diera lugar y volverlos a enterrar donde correspondiera. Pero temíamos que en el intento los esqueletos se descuartizaran y se convirtieran en un enorme rompecabezas sin compostura. ¿Quién iba a armarlo de nuevo y cómo se sabría cuáles huesos eran de cada cadáver? Sólo imaginar el resultado nos parecía poco menos que sacrilegio. Por eso decidimos dejarlos ahí mientras pensábamos qué hacer.

No tardaron en llegar las fuerzas armadas a ocupar el pueblo. Guardaron celosamente el panteón, pero los muertos surgían de las tumbas a pesar de la vigilancia. No pocas personas fotografiaron a los soldados acribillando a los muertos para que no se fugaran de los sepulcros. Por supuesto, a los militares ninguna gracia les provocaba ser fotografiados haciendo el ridículo, disparando a los inofensivos cadáveres que se limitaban a flotar cada vez más alto, hasta alcanzar a los demás. Con violencia expropiaron cámaras y borraron fotos, ante el disgusto de los civiles. Ninguna denuncia procedió.

Los panteones se vaciaron tres semanas después. Ni siquiera los cadáveres de miembros o simpatizantes de los partidos que encaballaron al usurpador permanecieron disciplinados en sus tumbas.

¿Por qué sucedió el levantamiento? Explicaciones hubo muchas, desde la que se apoyaba en la magia hasta la que descansaba en la ciencia, pasando por la que aducía motivos pecaminosos. Unos aseguraban que los huesos, de tan antiguos, se aligeraban y poseían la virtud de flotar y cargar hasta con los ataúdes; otros argüían que eso no era posible pues sólo sucedía en nuestro pueblo.

Aunque el jefe de policía supuso al principio que se trataba de una ola de profanaciones para despojar a los muertos, reconoció finalmente que se trataba de hechos no contemplados por el código penal. No faltaban quienes supusieran que el fenómeno se debía a la alineación de varios planetas y no se sabía cuántas estrellas más, pero sólo suponían. Alguien atestiguó que las sales bajo el suelo del pueblo tenían la culpa de todo, pero cuando preguntamos la razón no supo justificarlo. El ambiente se enrareció ante la sugerencia de que se trataba de un signo de protesta por el reciente fraude en las elecciones, pero los medios informativos la soslayaron y todo se diluyó. Hubo quien vislumbrara en aquello un presagio de algo más grave y, como un sacerdote argumentó razones de pecado, orgía y liviandad, se perdió la cordura, porque no quedaba en su tumba ni siquiera el cadáver de alguien que hubiera vivido siempre en el seno de la Iglesia Católica.

Los pueblos circunvecinos reforzaron la seguridad de sus panteones, convencidos de que el hecho podía contagiarse y, además, dejaron de consumir bebestibles o comestibles elaborados en nuestro pueblo.

Nuestro alcalde, tratando de meter orden, decretó: Los dueños de los muertos, que los amarren. Como si se tratara de perros rabiosos, como si mordieran peor que ellos. En el fondo estaba el temor de los políticos a que sublevaran a los muertos de otros pueblos.

Tratando de que la situación no agravara, el gobernador declaró que tenía todo bajo control, pero cuando le preguntaron cómo pensaba regresar los cadáveres a sus sepulturas, dijo: “En primer lugar, no soy sepulturero; en segundo lugar, estamos pensando en crear un fideicomiso para fomentar el turismo en el pueblo. Ya hasta tenemos slogan: Ciudad de Muertos Flotantes. Claro está que primero elevaremos el pueblo a rango de ciudad. Aún más: lo propondremos como patrimonio de la humanidad”. Aunque muchos se entusiasmaron con la idea, supimos desde el principio que se trataba de una declaración para salir del paso. Además, teníamos claro que eso no solucionaría el problema. Fue casi como si dijera: Si permanecemos unidos, los muertos nos hacen los mandados.

El ex presidente declaró sin que se lo pidieran, como era su costumbre: “Sólo les pido que tengan paciencia. Entrando en negociaciones, no tardo quince minutos en convencerlos y convencerlas de que dejen de estar encaramados y encaramadas en el aire de una buena vez. No descansaré hasta que sus muertitos y sus muertitas, respiren en paz. Por otra parte, en caso de cambiar rango y nombre a este pueblo, no estoy de acuerdo con el Ciudadano Gobernador, sugiero que se llame Ciudad de Muertos y Muertas Flotantes. Ante todo, hay que usar el idioma con propiedad”.

El usurpador, intentando ganar terreno, declaraba sin ton ni son en televisión y radio, pero la popularidad nunca lo hizo hijo suyo, porque nos limitábamos a cambiar de canal o estación y, si lo encontrábamos de nuevo, apagábamos los aparatos receptores. Así apareciera en primera plana, nos saltábamos sus declaraciones o de plano dejábamos de comprar el periódico. En fin, declaraba para nadie, sonreía para nadie y a nadie gobernaba. Para nuestra mala fortuna, como nadie quería verlo ni oírlo, lo que mejor hizo fue saquear al país. Quienes se coludieron con él, también alcanzaron su tajada.

De manera que nadie nos tranquilizó. Cada cual daba alguna razón y nadie la tenía por completo. Se trataba, en todo caso, de suposiciones. Ya se sabe cómo nos las gastamos por aquí: cuando se trata de sopesar lo real contra lo imaginario, aseguramos sin empacho cuanta patraña se nos ocurre, sin preocuparnos por saber si la persona que nos escucha duda o no de lo que decimos. Cada quien tenía su propia explicación y difícilmente se dejaba convencer por las otras.

Cuando la gente vio que de nada servía enterrar a los muertos, dejó de contratar servicios funerarios y las ceremonias se redujeron a velorios a la intemperie hasta que, literalmente, los cadáveres se iban al cielo. El dueño de la funeraria protestó enérgicamente. Pidió a las autoridades que cobraran un impuesto a quienes permitieran que los cadáveres flotaran a la deriva y, como respuesta, se ordenó que los dejáramos en la calle como bultos para que los recogiera una especie de servicio de limpia pero la idea no prosperó. ¿Quién íbamos a arrojar a nuestros muertos a la basura? Entonces el dueño de la funeraria, para evitar más pérdidas, propuso construir un cementerio flotante, idea que tampoco prosperó. ¿Cómo visitaríamos a los restos de nuestros antepasados en el aire?

Era difícil, por otra parte, saber el estado del tiempo, porque los cadáveres no permitían ver el cielo. De manera que, cuando en los noticieros anunciaron que se aproximaba un huracán y era probable su paso por la región, nos quedamos pasmados. Siempre nos habían inculcado que uno es de donde tiene enterrados a sus muertos y, si bien los nuestros no estaban enterrados ni permanecían en sus tumbas, eso no dejaba de ser cierto, porque, mientras flotaran sobre nuestras cabezas, perteneceríamos al lugar donde cayera su sombra.

Si el huracán destruyera casas, iglesia, escuelas, barrio antiguo y las caprichosas edificaciones del gobierno, poco importaría. Sería tan sencillo como reconstruir, así nos costase otro ojo. En cambio, si arrastraba a nuestros muertos, no perteneceríamos a lugar alguno. Errantes, como plantas sin raíces, nos dejaríamos llevar por el viento, nos secaríamos y no tendríamos acomodo en el mundo.

Por eso subimos a los lugares más altos del pueblo para lazar a los muertos que nos pertenecían. Se trataba de que cada familia los sujetara con los recursos de que dispusiera. Claro que no era tan sencillo porque pasaban flotando por encima de las casas, unos diez metros arriba de los techos más elevados.

Ni los árboles más viejos servían para subirse en ellos y atrapar muertos. Ni las torres de las dos radiodifusoras ni la de la televisora llegaban a tal altura. Hubiéramos deseado que el huracán bajara a la categoría de remolino, que se disipara y se volviera inofensivo hasta para las faldas de las muchachas.

Pero Dios no cumple antojos ni endereza jorobados y, para acabar pronto, ni siquiera existe. El huracán avanzó directo a nuestro pueblo.

La gente más rica contrató helicópteros, y sujetó tranquilamente a sus muertos con las cuerdas más resistentes que se conseguían. Y como no era posible bajarlos, acomodarlos en sus ataúdes, enclaustrarlos en sus tumbas, encerrarlos herméticamente para que descansaran en paz, sólo se les podía atar a las casas para que el huracán no los arrastrara. Pero el problema era conseguir que los esqueletos no se desmembraran, así que la gente los envolvió con lo que pudo, utilizando desde pliegos de plástico hasta bolsas de dormir.

Quienes no contamos con recursos para pagar servicios de helicóptero, recurrimos al sacerdote de la iglesia católica que poseía el edificio más alto del pueblo en esa época, y desde ahí los recuperamos. Por supuesto que el sacerdote no desaprovechó la ocasión, y se valió de ese servicio para poner al corriente los diezmos, llenar sus bolsillos y retirarse de su vida sacerdotal antes de tiempo. Desapareció tras la recolección de diezmos y no faltó quien pregonara que, mientras huía con el botín, fue arrastrado por el huracán hasta el Infierno, y ahí está, sentado a la izquierda del Diablo. Qué quieren ustedes: así son las buenas lenguas por acá.

Cuando cada familia tuvo el control de sus antepasados, sólo quedaron expuestos los cadáveres de nadie, los restos que ya no tenían quién los reclamara, raíces de árboles secos desde muchos años atrás. Aunque sus nombres se boletinaron en pueblos vecinos, no hubo quien se preocupara por ellos, ni tiempo para hacerlo, porque el huracán no esperó. Si llega, dijimos, y se lleva a los muertos desamparados, después los recuperamos. Los partidos políticos los enlistaron y obtuvieron ganancia de ello en las votaciones siguientes. Eso dicen, a nadie, nunca, le constan las cosas en este pueblo.

El huracán pasó por aquí con más fuerza que ningún otro. Los muertos giraban como rehiletes atados encima de las casas. Algunas cuerdas se enredaban, se tensaban y corrían peligro de trozarse. Casi arrastraban los techos pero no pasó de ahí. Nos dolía ver que los huesos de nuestros muertos se relavaran sin remedio y nos crecía el temor de que se reblandecieran o se les aflojaran las articulaciones y se desmembraran. Se rumoró que la tempestad confundió con pararrayos a tres cadáveres y los convirtió en polvo, pero la noticia jamás se confirmó. O resultó falso o el gobierno no quiso alarmar a la población.

Esa fue la mayor dificultad que enfrentamos mientras nuestros antepasados flotaban en el cielo del pueblo. Hubo, durante el sexenio fraudulento, muchos intentos de minimizar los hechos, pero en el país entero era noticia lo que sucedía aquí.

En ese tiempo, por motivos de trabajo, viajé a cinco ciudades: Victoria, Guanajuato, Monterrey, Morelia y Puebla. De fijo, cuando sabían de dónde iba, me preguntaban acerca de los cadáveres flotantes, y terminaban felicitándome y hablando de la envidia que provocaba tener muertos tan valerosos porque, como alguien lo acuñó, en otros lugares ni muertos ni vivos se tibiaban siquiera.

El usurpador, entretanto, inventó que el crimen organizado amenazaba a la patria; que las instituciones de gobierno peligraban ante terroristas existentes sólo en su imaginación; que los simpatizantes de los partidos opositores no reconocían que había ganado en buena y leal lid, lo cual era motivo de desestabilización para su mandato. En fin, apoyándose en estas y otras sinrazones, soltó la jauría militar que jamás muerde la mano de su amo, aunque se le alimente con desperdicios. A tumbos y retumbos, a costa de miles de inocentes, el sexenio completó el periodo que no le correspondía y el enano jamás creció.

No hay mal que dure cien años, pero éste duró seis. Y como si sólo eso se necesitara, en cuanto el usurpador terminó su anodino desgobierno, llegó el contramilagro a nuestro pueblo. El primero en dejar de flotar fue el cadáver de Jerónimo y lo hizo a plena luz del día, ante los ojos azorados de su familia. Los demás lo imitaron por la noche y aterrizaron en la calle, sobre las banquetas, en medio de las plazas, pero ninguno, ni por error, regresó al panteón. Quien más contento estuvo fue el dueño de la funeraria a quien, para decirlo con propiedad, del cielo le cayeron clientes.

El nuevo presidente, por triunfo mal habido también, declaró: “Es una lástima que el atractivo turístico de esa población haya desaparecido. Bajo estas circunstancias, resulta imposible elevarla a rango de ciudad. Y de proponerla como patrimonio de la humanidad, ni para qué hablar. En fin, una lástima. Una verdadera lástima".

Ninguna lástima resulta para nosotros, pues nunca lo pedimos. Estamos contentos con que por fin el sexenio indeseable nos haya dejado en paz. Escribo esto para honrar a nuestros antepasados después de que estuvieron levantados en protesta durante dos mil ciento noventa y dos días. Lo hago para agradecer que nos honraran cuando todo en este país fue inmundicia y deshonra para la humanidad.

Ahora nos toca a nosotros seguir su ejemplo ante un segundo usurpador.

Nota: Ésta es la última entrega de Frontera Crónica porque tengo otros proyectos pendientes. Agradezco el espacio brindado por 15diario y La Quincena. Y, sobre todo, agradezco a quienes se tomaron el tiempo de leer mis textos.
JRM Ávila
jrmavila@yahoo.com.mx

 

 

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