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1736 22 Diciembre 2014

 

 

Corrupción e impunidad
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- La absoluta impunidad, es decir, la falta de castigo por la comisión de delitos a manos de quienes detentaban el poder político, sufrió una mengua con el triunfo de la ilustración y el establecimiento de normas generales, aplicables a todos los habitantes de un país.

Hasta antes de esta honda transformación, los aristócratas, comenzando por el príncipe, estaban en condiciones de matar, robar, esclavizar, violar, despojar, sin riesgo de ser enjuiciados y penalizados.

Con el tiempo, cada sociedad fue abrazando la idea de un estado universal, de Derecho, en el cual la ley penal se aplica indistintamente a todas las personas. Esta victoria, sin embargo, fue limitada y mellada por la influencia del poder económico y político. Instituciones débiles, costumbres atrabiliarias, imposiciones brutales, funcionarios cómplices, dieron  al traste con buena parte de los espectaculares triunfos alcanzados por la racionalidad y la justicia. En unas colectividades, desde luego, mucho más que en otras.

La evolución social y política de México es aleccionadora. A partir de la instauración de la república en 1824, comenzó un largo esfuerzo para someter todas las conductas a la ley, incluyendo las de militares y clérigos, por entonces los beneficiarios de múltiples privilegios. Después de avatares sin cuento y batallas en todos los ámbitos: ideológicos, políticos, armados, económicos, se instaló hacia 1867 un régimen finalmente legítimo y legal. Sus principios y sus instituciones  se convirtieron en el paradigma a seguir.

Una de las concreciones de estos idearios se refirió al comportamiento de los funcionarios y al desempeño de las funciones públicas. El uso de los recursos del Estado para fabricar o promover fortunas privadas, constituía una patente muestra de lo que debía erradicarse para siempre. La famosa expresión de Benito Juárez: “Bajo el sistema federativo, los funcionarios públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad. No pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes. No pueden improvisar fortunas, ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, disponiéndose a vivir, en la honrada medianía que proporciona la retribución que la ley les señala”, sintetizaba tal aspiración. En este punto, como en muchos otros, a los ojos de los opositores a la dictadura porfirista, ésta fue la antítesis del ideal. Gobernadores y ministros se enriquecieron a la sombra de los presupuestos oficiales. Otros, engordaron las bolsas sirviendo de enlaces con empresarios, extranjeros sobre todo, o asumiendo simultáneamente la doble condición de gobernantes y gerentes, como el caso del general Luis Terrazas, en Chihuahua.
       
La revolución de 1910 sobrevino cuando la Constitución de 1857, condensación del programa liberal, fue sistemáticamente violentada en los hechos, aunque no en la forma, por el gobierno. El reclamo político unificador de todos los grupos opositores fue el respeto a la ley, sin subterfugios, componendas o sesgos a favor de los poderosos.  

El contradictorio resultado, después de una década de guerras civiles, fue la elevación de una nueva clase política, abanderada con el movimiento revolucionario, así como con las herencias insurgentes y liberales, pero en los hechos negadora de todas ellas. Conforme avanzaba el tiempo, el choque  entre el decir y el hacer de los dirigentes estatales, fue haciéndose más tajante. En paralelo, las divisas históricas del buen gobierno republicano permanecieron como el núcleo duro de los deseos mayoritarios. Nunca prevalecieron la resignación o la conformidad con esta paradoja que nos ha envuelto a los mexicanos durante casi un siglo.

 En nuestros días, este antagonismo ha cobrado más visibilidad en tanto los legados históricos que servían al menos como aguja orientadora para las nuevas generaciones, fueron arrumbados y ocultados por la clase política. Sufrieron este destino los pronunciamientos en contra de la opulencia y a favor de la igualdad social, brotados durante la lucha de los insurgentes, de igual manera,  la pugna contra el fanatismo,  por las libertades y la democracia que distinguió a los reformistas liberales y a los iniciadores de la revolución.

La ética republicana respaldada por el ejemplo de los más notorios e influyentes miembros de la generación de la reforma, como el propio Juárez, Ramírez, Altamirano, Ocampo, Prieto, Lerdo, Zarco, entre otros, fue apabullada dentro de la burocracia política por la grosera corrupción, llevada al súmmum del cinismo por el otro lema acuñado por Carlos Hank González, “Un político pobre es un pobre político.” Tal esperpento sustituyó al apotegma juarista, con tal fuerza en la  carrera de los gobernantes, que lo convirtieron en su insignia vital y el leit motiv de su actuación. Se lanzaron con todo a enriquecerse para ser, ¡buenos políticos! Consiguieron lo primero y una caricatura de lo segundo.

El PRI, la última versión del partido oficial, convirtió el latrocinio en un modo de gobierno, de tal manera imbuido en el aparato estatal, que no obstante las derrotas electorales de finales del siglo XX y principios del XXI, siguió siendo distintivo del estado mexicano.  Pese a los augurios y buenas intenciones de algunos, no se produjo ninguna alternancia de nuevas fuerzas en el poder, como se esperaba  inicialmente de los reveses sufridos por el oficialismo en los comicios. Corrupción, compadrazgos y reparto del botín siguieron tan campantes, con la sola novedad de que hubo nuevos convidados: arribistas de los antaño partidos de la oposición.

Aparejada con la corrupción, la impunidad ha obrado como su columna de apoyo.  Nunca han faltado las leyes que sancionan la conducta de los funcionarios deshonestos, pero su aplicación se ha perdido en el laberinto de las mediaciones, influyentismos, lealtades y gratitudes, temores o pusilanimidades de los juzgadores, pagos de facturas políticas, etcétera. La absolución reciente de Raúl Salinas de Gortari del último delito que le quedaba, el de enriquecimiento ilegítimo, es una exhibición de todos estas lacras que imperan en la justicia mexicana. La conciencia pública tiene claro que el hermano del expresidente hizo negocios a manos llenas con dinero de los contribuyentes, que vendió favores del gobierno y acabó como un potentado, con inversiones y gruesas cuentas en los bancos extranjeros. Sin embargo, se dirá, pasó una década en la cárcel. Pero, en rigor jurídico, no porque estuviera purgando un crimen, sino por otros motivos tales como los desquites políticos. Formalmente tenemos una víctima de la persecución gubernamental y en esta cadena de extravíos y aberraciones, no deberíamos extrañarnos que el ex reo pudiera cobrar una cuantiosa indemnización.

Ejemplos de impunidades, investigaciones frustradas o impedidas  abundan en el escenario. El affaire de la “Casa Blanca” es uno de ellos. Numerosos periodistas y observadores extranjeros se preguntan cómo es que no se ha abierto una investigación independiente e institucional ante los ostensibles conflictos de interés y fundadas sospechas de corrupción. Otras denuncias por conductas presuntamente delictuosas de altos funcionarios como los gobernadores, esperan largos turnos. La enderezada contra el del estado de Chihuahua está entre ellas. No debe permitirse que se diluyan entre  contraataques políticos y simulaciones de averiguación sin ir al fondo de los hechos, que son los importantes para la justicia y para los intereses de los gobernados.

Si algo debemos liquidar los mexicanos para recuperar la senda y conquistar un futuro de nación para nuestros hijos, es ese mundo turbio, lleno de hipocresías y mentiras en el que habitan las instituciones públicas gracias a la corrupción y a la impunidad.    

 

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