Suscribete

 
1882 14 Julio 2015

 

 


Oda al parapléjico virtuoso
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- El domingo fue día de jazz en el centro cultural Mandela, y montamos homenaje a Juan José Calatayud, uno de los mejores pianistas mexicanos.

Develamos ahí un retrato al óleo que nos regaló una amiga pintora. Con Calatayud me unió una buena amistad hasta su muerte en 2003. La última vez que lo vi, tocaba un Take Five algo mecánico, acompañado de un saxo tenor de buenos pulmones, un baterista de la vieja guardia, animoso y protagónico y un bajista discreto. Recuerdo que el estándar de Brubeck resultó monótono pero Calatayud lo había remediado con un buen sólo de resonancias flamencas (a lo de Miles Davies) y acordes vibrantes. 

Digo que Juan José fue buen amigo, a pesar de la diferencia de edad. Cada semana, martes y jueves, a finales de los noventa, tocaba en el New Orleans, un pub descuidado y sucio sobre Avenida Revolución, al sur de la ciudad de México, y los vecinos asistíamos a ayudarle a bajar del carro con su silla de ruedas, hasta subirlo al escenario (en 1965 Calatayud chocó su carro en la carretera camino a Córdoba, Veracruz, contra un camión cargado de varilla y perdió la movilidad de ambas piernas). Ya sentado frente a su teclado y a pesar de su paraplejía irremediable, volaba con su música por la estratosfera del local como marchista olímpico, burlándose de su lesión medular. 

Era veracruzano, y a ambos nos amparó el signo de Cáncer, pero a él lo dotó de inspiración zodiacal para improvisar arpegios con unos dedos largos y pecosos que competían con el Nosferatu de Murau. Se alojó muy joven en la ciudad de México, y ahí aprendió a interpretar un repertorio ecléctico, lo mismo a Claudio Arrau, que a Mabarak. Schostakovich y Oscar Peterson, negro genial que ya de viejo, con una parálisis cerebral que también lo dejó lisiado de medio cuerpo, tocaba el piano con su mano izquierda, con tal virtuosismo que parecían dos.

En el cénit de su carrera, Juan José se mecanizó un poco, pero no dejó de ser un prodigio de la música. Sabía leer bien las partituras y por eso fue solista de la Sinfónica Nacional y de la Filarmónica de la UNAM, aunque lo suyo fue el jazz, porque tenía, para bien o para mal, el alma negra, y le chorreaba el swing por las uñas y los dedos pecosos cuando tocaba esa misa creada por él que tituló “Soul Mayor” y aquel ballet, de buena factura y feo nombre: “Jazzofonía ballet”. Ahora nadie las toca, más por ignorancia que por cambio de modas. 

Lo última vez que lo vi estaba deprimido, como si presintiera su muerte. Solía visitarlo dos veces por semana y me gustaba el empeño con que embestía el teclado con una pericia de jazzman negro. De lo mejor que tuvimos en México en ese género. Pero debía fatigarse más de lo normal por estar en una misma posición a lo largo del día. La enorme silla de ruedas, rígida y oxidada, lo recubría como un caparazón de hierro y hule. Había estoicismo en su cuerpo y un desprendimiento de ave en sus manos diestras. Vibraban sus lentes a la par que la tonada y emitía unos sonidos guturales.

La víspera de su muerte lo despedí de la velada con poco entusiasmo de su parte y me tendió la mano cansina, sudorosa; ave acurrucada al final de la faena. Y entonces reparé en lo inefable que es la música y en lo inaprensible que es la metafísica traducida en notas y convertida en armonía.

¿Por qué a uno le gusta el jazz? Un día, en mi adolescencia, fui a un montaje de danza moderna basada en Sketches of Spain, y quedé prendido de los solos de Miles Davis. El jazz es tan semejante a sí mismo que registra variantes y ramificaciones, pero en el fondo se escucha el mismo eco liberador. Uno ama el jazz, como ama la música salsa, porque el origen de esa corriente es la marginación negra; aunque el jazz auténtico surgió entre la comunidad criolla de raíz negra en Nueva Orleans, dueños de tierras y propiedades de las que carecían el resto de negros nativos, esclavizados por los blancos.

Con el paso del tiempo, el jazz, en su primigenia versión de ragtime, corrió su centro de gravedad a Chicago hacia los años veinte y luego se institucionalizó en Nueva York. Y muchos fuimos testigos de su evolución casi un siglo más tarde, cuando estaba en apogeo el renovado clasicismo de Wynton Marsalis y el noise music de John Zorn, con sus delirantes collages musicales. Y aquí en México con los acordes clásicos Juan José Calatayud, a quien uno recuerda con la dulce nostalgia de las horas muertas. 

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com