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1895 31 Julio 2015

 

 

Schreckensheimweh
Joaquín Hurtado

 

Alemania.- En mi viaje a Kassel para conocer el castillo Wilhelmshöhe y ver su colección de pintura, caminar por el extraordinario parque Hércules y admirar los palacios y el legado de los hermanos Grimm, perdí mi tren.

Error fatal, me distraje por husmear revistas y libros, mi vicio.

Me quise pasar de listo y tomé otro convoy con el mismo destino. Ya en marcha me entró el temor de estar cometiendo una grave infracción. No cargaba efectivo suficiente ni dinero electrónico.  Mi cabeza afecta a la paranoia y adicta a las catástrofes no paraba de zumbar. El tren iba a todo fierro.

Si hay algo que mucho temen los polizones del sistema ferroviario alemán es a los inspectores. Parecen robots. Son unos malditos insobornables que aman ensartarte multas estratosféricas y te despachan a la autoridad de migración si no muestras visado o carnet de identidad, como era mi caso. 

¿Dónde demonios estoy? La angustia me devoraba, la flacidez de mi espíritu me había dejado sin aliento para subir hasta el castillo a admirar los cuadros de Rembrandt y Lucas Cranach. Apenas controlaba el temblor de manos, la lengua estaba reseca. Me helaba mi propia osadía.

Seguro que ese señor con cara de mexicano me puede ayudar. Excuse me, speak english, or spanish? El señor sólo hablaba alemán y turco. ¿Y aquella señora? Se fingió dormida antes de escucharme. Alguien de atrás comía lonche y el aire olía a cocina alemana. Allí sucedió el milagro. El alma buena me preguntó en español si me encuentro bien, traté de sonreír pero me salió apenas una hebra de voz. El lenguaje oral es una tablita muy débil entre dos historias que necesitan algo más para comunicarse lo esencial. Después de escrutar mi boleto Matías me dijo que todo estaba bien. Era un joven alemán nacido en Venezuela. Suspiré aliviado.

El aprendizaje es una labor personal, compartida, impostergable. A veces contiene altas dosis de amargas experiencias. Llevo casi un mes lejos de mi confortable rutina porque soy un curioso irremediable, un mirón incurable. Me he metido en el profundo pantano de una lengua que no tiene asideros. Pero es más poderoso el imán que late en el centro del laberinto de una cultura tan distinta a mi círculo familiar.

Para mi mal no hay medicina. La única terapia es seguir adelante, gastar suela en el escape perpetuo hacia lo desconocido. Como dice Hölderlin en uno de sus poemas, allí donde está el peligro crece también lo que salva.

Es tan riesgoso meterse en lo más hondo de un pozo sin puente, salvavidas, ramas en la orilla que ayuden a iniciar una conversación decente con los habitantes de un país ajeno. Mucho menos gozar del bálsamo de una intimidad entrañable. Sin embargo los portentos existen, las Nornas de la mitología nórdica van tejiendo sus hilos misteriosos para encauzar mi destino y cruzarlo con el de bellas personas sin razón alguna.

Nada he hecho yo para merecer la recompensa de su amparo en medio de la penuria y oscuridad lingüísticas. El alemán es una lengua colmada de sutiles declinaciones, reglas caprichosas e islotes dialectales. La veo extenderse soberana como un desierto lleno de tesoros, de cofres de todos tamaños que me escatiman sus llaves maestras, las claves infalibles para apoderarme del botín y gritar satisfecho: ¡chingón, ya es mío el dominio de sus coronas y diamantes!

Sin embargo, mis amigos alemanes me han matado la esperanza de que eso ocurra algún día. Este idioma quimérico es tan vasto como su pasado y tan mostrenco como su presente. Además no deja de crecer y poner en aprietos a los mismos hablantes nativos.

Me preguntó Matías si extraño a mi tierra, mis ojos perdidos en la ventana del vagón me traicionaron, mis labios apretados me delataron. Insistió: ¿sabes lo que significa Heimweh en alemán? La palabra es intraducible a ninguna otra lengua, me explicó. Heimweh no es nada que pueda traducirse pero suena a algo como nostalgia, concepto vago que empobrece el sentido de su sentimiento. Algo similar sucede con saudade en portugués, pero no me atreví a pontificar de asuntos que no entiendo.

Entonces me armé de valor y exclamé:  Ja, Ich habe Schreckensheimweh! Por hacerme el chistoso expresé una barbaridad. Según la rigurosa interpretación de la sintaxis lo que dije fue: estoy embargado no por una horrible nostalgia de mi tierra sino que extraño el terror de mi país. Según Heidegger el lenguaje lenguajea, quizá por eso me salió aquella enorme tontería que además de absurda es escalofriante por verdadera.

 

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