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1923 9 Septiembre 2015

 

 

Fue el Carotas
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Mal hace Peña Nieto en mentirnos acerca de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala. No hay nada qué esconder, no hay por qué avergonzarse de hablar con la verdad. Todos sabemos quién fue.

Quienes crecimos en los suburbios cacarizos y polvorientos de la metrópoli también sufrimos el embate de los criminales. Seres espectrales se hacían con lo poco de valor de las paupérrimas familias.

No hace falta agregar que los malandros de poca monta siempre actuaban con la complicidad de la escasa pero temible policía, los inevitables cuicos. Sin embrago, las ovejas descarriadas siempre regresaban al redil del buen vecino. Lo sustraído se reponía.

En la colonia de mi niñez hubo un caco tan democrático que todos temíamos y admirábamos por su osadía, su inteligencia y su capacidad para escabullirse. Señoras y maridos, niños y viejitos lo padecimos. Nunca supimos su verdadero nombre.

Su fama se extendió más allá de las fronteras naturales del barrio: unas fábricas de vapores asfixiantes, las vías ruidosas del tren, un arroyo de aguas mefíticas y la desolada carretera federal.

Un camión intermunicipal, el único transporte de la región, expandía las noticias sobre los embates del intrépido canalla. Yo me enteraba de las irreparables pérdidas sufridas la noche anterior por boca de las víctimas, cuando viajaba entre canastos y morrales a recoger frutas y legumbres de desperdicio en el mercado de abastos.

Salir o entrar de aquella cuadrícula por otros medios requería valor sobrehumano. O muchas caguamas en el cuerpo. Había que atravesar basureros sobrepoblados de zopilotes, ratas, chacales y perros rabiosos. O bien internarse en breñales espinosos llenos de alimañas ponzoñosas. Allí se escondía el Malvado.

Qué rica es la imaginación cuando se carece de todo y la lucha por la subsistencia colma los ámbitos grises del mundo cotidiano. En aquel entorno tan culto y famélico aprendimos a punta de chingazos a respetar los bienes ajenos.

Conste que no contábamos con cursos de valores porque ni escuela había. Tampoco iglesia. Quizás por eso éramos tan dichosos. Hasta que llegó la escuela apareció el personaje que puso al barrio de cabeza. La iglesia lo multiplicó. Por eso le guardo tanto respeto a tan honorables instituciones.

El surgimiento del más temible y despiadado de los villanos, el azote de mi paraíso infantil, fue producto de la educación y la fe. El libro de texto gratuito y el catecismo católico desataron al demonio más insociable de todos: el Carotas.

Es falso que las drogas hacen de la gente un monstruo. Buena parte de la niñez y la juventud de aquellos andurriales ya le ponía bien macizo a la farmacopea disponible, volaba en los cielos sicodélicos de la extrema pobreza. Nadie hacía mal a los otros por más tronado que anduviera con tintura de calzado, pegamento industrial, thiner o grifa liada en papel periódico. El mal gobierno, en cambio, sí es fuente de muchas desgracias.

Nadie tenía tele, ni modo que copiáramos las travesuras de los estudiantes parisinos o los revoltosos preparatorianos que secuestraban y quemaban camiones. Lo que se oía era radio comunitaria. Un par de sonideros daban las noticias del día. Informes al minuto gracias a los reporteros jodidos: quién nace, quién muere, quién cumple años, quién enferma y necesita un taco, quién acaba de hallar el perico de doña Tencha.

Los sonideros reproducían música norteña y cumbias colombianas en discos de vinil a través de bocinas en los tejados. Luego llegó el cine y pudimos ver las nalgas preciosas de Sasha Montenegro y los músculos imposibles de Jorge Rivero. Los sonideros anunciaban los estrenos fílmicos con estrépito del Piporro.

A pesar de los rumores y los golpes durísimos del famoso ladrón, éste nunca fue denunciado por nuestro rudimentario pero bien actualizado medio de comunicación. Nadie sabía exactamente cómo era, qué edad tenía, o podía dar razón de su domicilio. Brillaba por su ausencia.

Pero no podíamos engañarnos. Ahí estaba el faltante completito del tendedero de ropa de doña Marciana. ¿Quién se robó los focos mercuriales que recién puso el municipio? Ni para qué pregunten. ¿Quién le arrebató la virginidad a la Flor, la hija del abarrotero? ¡Ya saben! ¿Quién se apañó con el marrano de la boda de mi prima? ¡El maldito! ¿Quién se voló los votos de las urnas? Eso todo mundo lo sabía, si el mismo gobernador lo alcahueteaba.

Aún ocurre que en mi familia y entre los ancianos del rumbo, cada vez que se nos pierde algo, o se extravía alguien, ya sabemos quién es el autor material. No nos consta, no lo denunciamos, lo perdido nunca regresa. Pero mucho nos tranquiliza culpar al Carotas. Lo mismo debería hacer el buen Peña Nieto.

 

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