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2086 25 Abril 2016

 

 

Cumplir setenta
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- “Desde el séptimo piso se ve más campo”, le comenté en alguna ocasión a Dinorah, cuando me acercaba en la escalera hasta esta altura. Y sí. Cada persona que uno conoce y cada relación que se construye o entabla, aun las fallidas, a lo largo de este fugaz tiempo en que estamos vivos, va dejando huellas, saberes de cosas que deben hacerse o evitarse, amores o sinsabores.

Todos ellos contribuyen a ensanchar el panorama, en una especie de paradoja: vemos menos con los ojos de afuera, pero bastante mejor con los de la mente, en donde se han acumulado piezas de información en número infinito. Estas vivencias permiten advertir o adivinar recodos, precipicios o atolladeros. Sin la atalaya proporcionada por los años, es más probable que se nos oculten. Tal observatorio también sirve para alcanzar una mejor convivencia, descartando del entorno a quienes empañan la vida y acercándose a quienes la enriquecen, de muy diversas maneras: con los buenos sentimientos, con las buenas razones, con los buenos modos, con las manos firmes para sostener la bandera de un principio altruista. Entiendo que estas palabras delatan un sesgo derivado de cierto optimismo incurable y en ocasiones infundado, que constituye una marca en mi vida, pero es en fin, una forma de mirarla y de contarla.

Tal y como sucede en la historia de las sociedades, en la de los individuos se van produciendo hitos o salientes destacados por encima de lo cotidiano, que integra con mucho el grueso de nuestra existencia. En ambos casos, hay una tendencia irresistible a sobreestimar el influjo de los hechos descollantes. Y es que, en el corto plazo, su peso evidente determina nuevas rutas. A la larga, sin embargo, se  aclara que los rumbos generales del camino estaban ya trazados por miríadas de pequeños acontecimientos sobre los cuales no se tiene ningún dominio y que los flamantes caminos modificaron poco la senda general. En otros términos, el tiempo enseña que nacionalidad, grupo o clase social de origen y de contexto, huellas genéticas, etc,  conforman las condiciones en las cuales transcurrirán nuestros días. Sin embargo, dentro de los márgenes remanentes, tomamos decisiones y edificamos nuestro carácter y personalidad.

Miro hacia mi pasado y veo al infante que fui en un pequeño pueblo de Chihuahua. El círculo familiar era acogedor y estimulante. Mi padre alimentaba la admiración por la fuerza física, pero nunca en deterioro del cultivo de la inteligencia. Y mi madre, maestra normalista en su juventud, proveía el resto, que era lo más. A cada paso oíamos las anécdotas propias o ajenas. Podría escribir un libro narrando una porción de ellas. La experiencia de mi madre, estrenándose como maestra en un ejido a la orilla de la laguna de Bustillos, cuando después de una sequía atroz, la lluvia trajo a millones de ajolotes que invadían hasta las cocinas. O su estancia en el internado de la escuela normal rural Ricardo Flores Magón, para llegar a la cual la niña-adolescente, duraba dos días completos en tren, camión, carromato y a pie.

Las narraciones de las desventuras pecuniarias de mi padre asistiendo a la secundaria en la ciudad de Chihuahua y más tarde los días en los duros llanos, abriéndolos para la siembra. Luego, también estaban las dichosas historias del noviazgo, cuando él iba a caballo desde San Isidro hasta la escuela de los Ranchos de Santiago, donde ella laboraba. Fue una niñez dorada o al menos, como le sucede a tantos, así la recuerdo. Sobre todo los largos veranos, durante los cuales nos acogía el río Basúchil -entonces no contaminado ni desforestado- con sus vegas llenas de elotes y manzanas. En sus “hondables” aprendimos los rapaces del pueblo a nadar, turnándonos por horas entre el agua y el asoleadero de sus arenas. Íbamos también hacia el cerro, donde jineteábamos becerros. Eran juegos peligrosos, de los que algunos no sobrevivieron o lo hicieron sin un brazo o un ojo. De cualquier manera, nada podía compararse con aquellos julios y agostos de libertad plena.

También me veo adolescente en la ciudad de Chihuahua, batallando para adaptarme a los modos verbales, a la música, a los hábitos urbanos. Entraba a la biblioteca de la Escuela Preparatoria de la UACH (que era también secundaria) y me parecía gigantesca, con sus anaqueles llenos de tomos en derredor de las mesas largas. Venía de mi pueblo con afición a la lectura, propiciada por mi padre y mi abuelo materno. Tuve allí para hartarme. Al año siguiente de mi ingreso, saboreé el desquite con los novatos. El anterior, había desfilado por las calles de Chihuahua disfrazado de payaso, bañado y embadurnado, so pena de ser trasquilado. Así lo estilaba cada cohorte desde el antiguo Instituto Científico y Literario, que en mala hora clausuraron los gobernantes de entonces, dilapidando siglo y medio de tradición educativa en el estado.

En la Prepa hervía el debate, propiciado por el triunfo de la revolución cubana, la implantación del libro de texto gratuito, la disputa todavía muy viva entre juaristas y conservadores. Había jóvenes convencidos de su compromiso con la defensa de la religión católica, puesta en grave peligro por los incrédulos, liberales y hasta comunistas. Y en el otro lado, mentalidades en las que crecían las dudas, las objeciones a los dogmas y a la política oficial. La resultante era una discusión en cualquier parte, apenas si se tocaba algún tema álgido. Y también la disputa política por el Círculo Fraternal del Instituto como se llamaba la sociedad de alumnos. Era, a fin de cuentas un buen ambiente para pensar y afinar ideas.

Cuando concluí el bachillerato de ciencias físico matemáticas crecieron las inquietudes políticas e ideológicas. Ello me llevó a inscribirme en la Escuela de Derecho y en la de Filosofía, Letras y Periodismo. Las fuentes de donde brotaban las polémicas se exacerbaron a medida que en todo el mundo se polarizaban los defensores del status quo y los enemigos de éste. Hubo golpes de estado en varios países de Latinoamérica, guerrillas, tomas de tierras, rebeliones hasta en el interior de la iglesia católica, luchas por los derechos civiles y contra la guerra de Viet Nam en EEUU, los veranos calientes en Europa y movimientos estudiantiles en México. Todo a lo largo de la década de los sesentas. Cada uno de estos acontecimientos esparció su influencia en las filas estudiantiles, sobre todo entre los pequeños grupos de activistas, entre los cuales realzaba la Sociedad Ignacio Ramírez, donde militaba.

Dicho así, podría pensarse que los jóvenes de ese tiempo, nos ocupábamos enteramente de marchar, leer o discutir. En manera alguna. Si acaso, puedo remembrar un fin de semana en el cual no nos enfiestáramos. Fuimos una generación de bailadores, en las salas-comedores de las casas o en los salones ad hoc, como el famoso Paraje de los Indios.

Podría seguir para comprender otras fases de ésta mi ya larga vida. (Aunque ayer, escuchando a Don Manuel Tabuenca, narrarnos con lucidez sus experiencias de la guerra civil española y su exilio en México, reasumí una filosofía muy mexicana: esto no se acaba, hasta que se acaba.) Pero, no es el objetivo de estas notas hacer un recorrido completo. El propósito es remarcar los dos pensamientos con los que empecé. Subir escalones le permite a uno ver mejor, en tanto es posible valerse del cúmulo de hechos, conocimientos, circunstancias, almacenadas en el correr del tiempo. Y, comprender que nuestro pasado es determinante para definir los rasgos centrales del presente. No creo a plenitud en la antigua imagen platónica en la cual todos regresamos a nuestras cunas, pero sí le concedo parte de verdad. Por eso, hace unos tres años cuando terminé de construir una casa en mi pueblo, a donde retorno cada vez, coloqué en el pórtico una placa labrada por unos canteros rarámuris con la leyenda “Origen es destino”.


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