863 15 Agosto 2011 |
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Estampas de la selva lacandona Chihuahua.- La selva lacandona, el mayor pulmón de la república, si consideramos la densidad de su vegetación, tenía hasta hace medio siglo un millón ochocientos mil hectáreas, habitadas por unas veinte mil personas que pasaron a ser seiscientas mil. Hoy el macizo continuo ha quedado reducido a trescientos treinta y un mil doscientas, es decir 3 mil 322 kilómetros cuadrados ubicadas a la orilla izquierda del rio Lacantún en la Reserva de la Biosfera Montes Azules, establecida en 1987. Representa el 0.007% del territorio nacional y es el único bosque tropical húmedo virgen que nos queda, aloja a la también única cuenca con aguas limpias en el país y a la zona con mayor biodiversidad que se conoce, tanto de animales como de plantas: viven allí el 35% de las especies de aves y el 27% de las de mamíferos existentes en México. El pequeño grupo con el que me interno camina unas dos horas buscando los restos de una edificación maya tragada por la selva. Veo las ceibas gigantes ─ el árbol sagrado de los mayas─ destacando como colosos entre una gama casi infinita de verdores y escucho los rugidos ─al menos así se oyen─ de los saraguatos, monos arborícolas y gritones a más no poder. Me toca en suerte caminar atrás de Gil, el lanchero que nos trajo por el río, ahora guía, quien se abre paso machete en mano y todavía se da tiempo para recoger moluscos de unas hojas gigantes, que deposita en un pequeño frasco para la colección de la bióloga Edna Naranjo. Trato de mirar donde piso, atendiendo a la recomendación repetida de tener cuidado con las nauyacas, cuya mordida puede ser letal. Pero es casi mediodía y la selva se pone en movimiento sobre todo en la noche, así que no vemos animales, salvo algunos pájaros. (Al otro día, me compenso fotografiando una parvada de pequeños tucanes.) Por fin, la hojarasca húmeda de la senda cede el paso a una especie de empedrado en ascenso, quizá escalinata hace mil años y que llega hasta un circuito donde se alzan las ruinas de una pirámide. En sus varios niveles crecen los arbustos y los árboles pero todavía se aprecia perfectamente la estructura. Me invitan a subir dos de los jóvenes, pero ni Miguel Ángel Gutiérrez, mi amigo regiomontano, ni yo aceptamos. A mi pesar, sobre todo cuando nos gritan que desde arriba se pueden ver las copas, pero pues, la edad obliga a tomar indeseadas precauciones. Viajo de invitado, con un grupo de biólogos pertenecientes a varias universidades, quienes desarrollan proyectos de conservación asociados a la organización Natura Mexicana, impulsora de múltiples iniciativas legislativas, financieras, técnicas y científicas, dirigidas a la protección de la reserva. Nos alojamos en las cabañas de la estación de campo Chajul, ubicada en la orilla de la selva. Admiro la entrega a su oficio de estos científicos, quienes no dudan en hundirse en el agua y lodo de los crecidos arroyos (en el Norte les llamamos ríos) afluentes del Lacantún, librando, a veces sin suerte las espinosas ramas salientes de las orillas y que el avezado lanchero trata de sortear. La red generalmente es parca, pero las biólogas Lourdes Lozano y María Elena García de la UANL, se emocionan cada vez que arrojan algún pececillo en las cubetas de agua, "cantando" el nombre científico de la especie a la cual pertenece, mismo que a los profanos muy poco o nada nos dice. Los animales, todavía vivos van a dar a un laboratorio improvisado por otros dos colegas (Guillermo Salgado, de la UNAM, y Juan Manuel Caspeta, de la Universidad de Morelos) en el pasillo de las cabañas, donde les abren el vientre y examinan cada minucia con igual emoción. Una de las noches, ya medio dormido escucho la voz del jefe de la expedición, mi generoso amigo y hombre-orquesta Carlos Ramírez: “Víctor, dicen los compañeros que si quieres ver esto en el microscopio”. Coloco el ojo en el lente y me maravillo del microcosmos existente en una porción del intestino de un pez: miles o millones de minúsculos parásitos se mueven de un lado a otro. Esto es lo que buscamos, me comentan orgullosos. Aun cuando estudiamos objetos diferentes, me siento a mis anchas en medio de estos expertos naturalistas mexicanos tan comprometidos con su oficio. Supongo que así laborarían Humboldt, Linneo o Darwin. Están en su trabajo: quieren localizar, ordenar, clasificar y estudiar las especies de peces de agua dulce existentes en el país y prever además enfermedades o plagas. En la selva Lacandona, todo en el frágil ecosistema está en peligro. Plantas, mamíferos, aves, peces. Cualquiera puede apreciar la diferencia radical entre las dos riveras del Lacantún, una pelada, con pequeños manchones de árboles, las últimas trincheras de resistencia y la otra exuberante. En la primera se asientan numerosos caseríos de otros tantos ejidos pertenecientes al municipio de Marqués de Comillas (nombre curioso procedente de un aristócrata catalán a quien el gobierno de Porfirio Díaz otorgó concesiones para explotar las maderas preciosas). La región casi deshabitada hasta los años setenta del siglo pasado, recibió oleadas de campesinos llegados de Guerrero, Michoacán y de muchos estados más. Uno de los poblados se llama significativamente Nuevo Chihuahua. Le pregunto a uno de los ejidatarios cuánto valió la pena quemar la selva y sustituirla por los potreros o las parcelas de las milpas. Al principio funcionó, me dice, pero aquí el suelo es muy delgado, en unos años se erosiona y ya no sirve. Medito sus palabras cuando de pie me balanceo en la lancha y contrasto las imágenes de las biólogas enzoquetadas, capturando peces de un arroyo en cuya ribera se aprecia el alambre de púas y al otro lado pastando las vacas. La población de las ciudades crece irrefrenable y demanda alimentos entre los cuales la carne vacuna es preferente. Los campesinos queman los árboles y crían ganado, en una zona donde cada animal requiere de una hectárea, por lo menos. Pero unas cuantas vacas junto con las escuálidas matas de maíz, apenas dan para vivir, entonces se ven obligados a emigrar, vender o arrendar las parcelas, vueltas a concentrar, como lo previó la reforma salinista en 1992. Otros, dirigen los ojos al narcotráfico, ostensible en lujosas e inesperadas residencias de estos poblados fronterizos. Regresamos así a donde estábamos: ganaderos y empresas madereras aceleran la deforestación, a una velocidad tal, que entre el año 2000 y el 2007, me explican los ecólogos Julia Carabias y Javier de la Maza, dirigentes de Natura Mexicana, se desmontó una superficie mayor a la del medio siglo previo. La devastación de la cubierta vegetal trae consigo la erosión de la tierra, arrastrada al mar por las aguas sin contención, como se puede ver en los cerros cubiertos ahora de piedras, se alejan las lluvias en cientos de kilómetros a la redonda y atrás quedan la sequía, la miseria y los lamentos, pues la regeneración de estas selvas, tarda arriba de un siglo. Carlos Ramírez nos invita a conocer varias granjas acuíferas, desarrolladas dentro de un proyecto que busca ofrecer alternativas a los campesinos. Un estanque de mojarras, pez de la región capaz de vivir casi con los puros alimentos naturales, puede proporcionar suficientes animales para completar la dieta de proteínas requeridas por una pequeña población. Usa una ínfima área, comparada con la requerida por el devastador ganado y ayuda a conservar la fauna en los ríos, víctima también de un ataque constante. Cada granja de este tipo, sea que se dedique para el consumo familiar o para la comercialización, significa niños mejor nutridos, así como ceibas, ramones, cedrillos, caobas, guacamayas, jaguares, tapires, saraguatos y lagartos vivos. De haberse impulsado de manera constante una política pública promotora del desarrollo sustentable, aplicando técnicas y diversificando actividades productivas a partir del mismo ecosistema, otro gallo nos cantaría. Es también la idea del mariposario establecido en el ejido Playón de la Gloria. Bajo una malla de sombra colocada sobre una porción de la antigua selva, los vecinos crían mariposas, siguiendo su evolución desde los huevecillos, las larvas, las crisálidas y finalmente los adultos en sus infinitas combinaciones de colores. Me dicen que por ahora son solamente treinta especies, de las cientos pobladoras del bosque. Anexo tienen un taller en el cual elaboran bellos cuadros y otros objetos empleando las alas de los insectos, acomodándolas para ofrecer una vista a la manera de un caleidoscopio, donde simétricamente se observan todos los tonos y figuras imaginables. ¿Tienen futuro estos proyectos? Sí, en la medida que se articulen con muchas otras acciones para brindar congruencia a todo el esfuerzo. Por ejemplo, el auxilio de los maestros es básico en una gran cantidad de aspectos, pero, las comunidades contiguas a la selva, me dicen, son empleadas como lugares de castigo a donde van a dar ebrios, incumplidos, responsables de irregularidades graves y aun de delitos. Como puede suponerse, lejos de representar la ayuda esperada, estos docentes se constituyen en un estorbo, si no en un obstáculo. Como se sabe, existe un largo y complejo debate acerca de los bosques y selvas. Para las empresas madereras privadas, los ganaderos o agricultores, estos recursos naturales son vistos simplemente como fuentes de ganancias y así, son agotadas y destruidas sin piedad. Otras visiones similares, alimentadas desde agencias oficiales generalmente, ven la posibilidad de aprovechar estos bienes para explotarlos comercialmente sin arrasarlos por necesidad. En la práctica, como ha sucedido con los grandes complejos turísticos, han terminado arruinándolos. A ecologistas asentados entre profesionales de las ciudades, se les ha señalado que su defensa a ultranza del medio ambiente no considera el entorno social, es decir, a los habitantes de las zonas. Las concepciones provenientes de ─o atribuidas a─ las comunidades indígenas, entienden a la selva como un ente que forma parte de su misma existencia y por tanto debe cuidarse porque de ella se vive. Quizá este precioso hábitat, como el de otros bosques, pueda sobrevivir en tanto su preservación y al mismo tiempo su aprovechamiento productivo por los que habitan en sus confines, se conviertan en una política social y del estado. De ello dependen en el mediano plazo, la subsistencia de las colectividades y de la humanidad entera. Regreso de Chiapas con las mismas preguntas que me formulo cuando contemplo los devastados bosques de Chihuahua, Michoacán o Durango: ¿de qué sirvió la destrucción de cientos de miles de hectáreas de selvas vírgenes? ¿Quiénes se beneficiaron? A juzgar por los niveles de vida de los campesinos, ─indígenas o mestizos─ no fueron ellos. Y ahora, ¿en nombre de quién, de qué causa, de qué interés, para arreglar qué conflicto, para satisfacer qué ego, para empedrar qué carrera política, para que triunfe qué partido, vale la pena acabar con este patrimonio natural aún de pie? ¿Tiene alguien alguna justificación?
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