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1238 23 Enero 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
En los outlets de Mercedes
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Mientras leo en los outlets de Mercedes, un hombre se sienta en el otro extremo de la banca y se pone a ver pasar a la gente. Es una mirada desconcentrada la suya, es una espera aburrida la suya. Ve a cada momento el reloj. Tal vez le parezca que no avanza como quisiera. Él no interfiere con lo que hago ni yo lo molesto con la mirada. Ni siquiera de reojo. Continúo con mi lectura.

No sé cuánto tiempo transcurre así, tal vez unos quince minutos, hasta que una mujer de unos sesenta años llega con una carriola y se abre lugar entre el otro hombre y yo, por lo que tenemos que replegarnos cada quien a un rincón de la banca. La mujer no ha pedido permiso para sentarse entre ambos y ahora que se acomodó no agradece que le hayamos cedido lugar. Como si no estuviéramos aquí.

A espaldas de la banca hay juegos mecánicos de paga. Cuatro de los nietos suben a ellos sin pagar. Discuten cada que bajan y vuelven a esperar turno. No son los únicos niños, pero poco a poco se apoderan del espacio. Llega un momento en que no sólo se oyen gritos sino golpes desaforados en los juegos. Poco a poco la lectura los borra de mis oídos. Pero como es evidente que se han excedido en gritos y tracalada, la abuela empieza a reconvenirlos por su comportamiento.

Es un regaño apenas perceptible, como de trámite, como para que la gente no diga que no les llama la atención. Es un regaño leve, una llamada de atención blandengue, como si no quisiera verse como abuela prohibidora. Parece más preocupada por no perder la compostura. ¿Qué va a pensar la gente si pierde los estribos?, ¿qué va a pensar si no les llama la atención a los nietos?, ¿qué van a pensar los nietos si se excede en el regaño? Y como salta a los oídos su actitud, dejo de leer y saco mi libretita de apuntes para anotar lo que les dice.

“Nada más quietecitos, mi amor, por favor”, le dice al mayor, y anoto por primera vez.

Un hombre le pregunta desde los juegos cuántos niños son. Ella contesta que cinco. El hombre se sorprende: “¿cinco? ¡Yo con uno…!”. No la veo, supongo que sonríe de manera contenida.

“Es del señor, mi amor… Ay. Dios mío, lo van a romper… Toño, si le hacen así lo van a romper… Mejor se bajan, mi amor… No golpeen, mi amor… No se suban hasta arriba, les pueden llamar la atención…”.

Me fastidio de anotar y trato de concentrarme en la lectura pero ya no puedo. La voz pulveriza toda paciencia. Llega la pareja, conversa con la abuela por menos de dos minutos y vuelve a dejarla a cargo, por lo que sigue la letanía de recomendaciones desoídas por los niñergúmenos. Definitivamente, no se puede.

El hombre del otro extremo se levanta y se va a otra banca. Volteo en busca de alguna más pero están ocupadas todas. Aguanto otro rato. Fastidiado, volteo a ver a la mujer y ella continúa en la monotonía de los regaños nulos, fingiendo que no ha notado mi fastidio.

Me levanto y entro a una tienda sólo por no seguir oyendo sus inútiles llamadas de atención. Cinco nietos de una pareja. ¡Vaya! No soportaría dos ni siendo míos. Duro unos quince minutos en la tienda y me salgo.

Ya no encuentro a la mujer con su rebaño de nietos.

Tampoco encuentro dónde sentarme.

 

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