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1247 5 Febrero 2013

 

Una ciudad para vivir
Hugo L. del Río

Monterrey.- Esta ciudad se degradó a ser una ciudad creada para el automóvil. ¿Patológica obsesión por imitar a los gringos, no en lo bueno que tienen, que es mucho, sino en el consumismo y otras cosas peores?, ¿manifestación, quizás un tanto inconsciente, de nuestra interpretación del American dream: convertirnos, por obra y gracia del espíritu santo, no en ciudadanos de la Unión Americana, sino simplemente en tejanos?

O, ensayo de clarificación a la mexicana: ¿les dan moche las agencias de autos a las autoridades municipales?

Tenemos casi tantos autos como habitantes. Y eso no es indicio de bienestar económico de la sociedad, ni mucho menos. Es esa distorsión psicológica que lleva al regiomontano a pensar que, si no tiene carro es un don nadie: un prole envidioso, como dijo la hijita de Peña Nieto. Y eso no.

Todos conocemos a familias de “wannabe”. Así llaman los gringos a quienes se mueren por dar falsa la impresión de que ya dieron el salto de clase media alta a ricachón. Es común que esas tribus tengan un auto por cada miembro de la familia. El peatón se jode, naturalmente.

Vivimos en una macrópolis donde los policías te asesinan, te secuestran, te entregan a los sicarios. Claro, hay azules que no hacen esas cosas. Se limitan a bolsear borrachos.

Vemos en la TV al señor Gallo, muy marcial, como soldadito prusiano, grita que grita como si sus muchachitos fueran sordos o lentos de entendimiento.

Cuando suelta aquello de “qué venimos a hacer” dan ganas de contestar, también en tono estentóreo: –Vienen a robar las valijas de quienes mueren en accidentes.

Es guapa la alcaldesa. Norteña químicamente pura. Las SS la hubieran tomado como modelo. Me pregunto si una candidata un tanto pasadita de tueste hubiera ganado. Sí, pues, da vergüenza, pero somos racistas. Arellanes es dama atractiva, pero si lo que sabe de política se lo dan de cianuro a un bebé recién nacido no le pasa nada. Tal vez pensará que se ganó el cielo con el reparto de tamales. Quizás cree que sus promesas, por arte de magia, se convierten en realidad. O sale poco a la calle y cuando lo hace viaja en auto con vidrios polarizados, hace alto en lugares escogidos donde sus lacayos ya repartieron lonches, despiojaron un poco a la gente y a todos les lavaron las manos con alcohol.

Será o no será. Lo que es Monterrey es un gigantesco tiradero de basura. Les di la vuelta a cuatro continentes y ni en las ciudades de África del Norte vi tantas montañas de mugre en las calles. Sí, hay colonias limpias. Los vecinos se organizan. Habrá uno que otro influyente por ahí y el camión de la basura pasa hasta dos veces al día. Pero son pocas. Muy pocas.

Alguien escribió que para conocer a una ciudad hay que caminarla. En Monterrey eso es casi imposible. Tengo que cruzar varias veces al día Enrique C. Livas a la altura del desplumadero pomposamente llamado New York, esto es, por la Tercera Avenida. Es una calle ancha, sin isleta ni tachuelas ni rayas ni nada. Fieles a la tradición, los regiomontanos conducen como si estuvieran en Le Mans: apuesto a que si te atropellan te cobrarán las abolladuras del coche y tránsito y la aseguradora les darán la razón.

Te echan encima el auto, pasan tan cerca que poco falta para que te rebanen las nalgas y aparte te insultan. De acuerdo, no todas las calles son así: las hay peores. Pero, cómo caminar un par de cuadras si los autos ocupan las banquetas y en el centro son los comerciantes ambulantes quienes te obligan a bajar al arroyo. Además, dónde te sientas a descansar un par de minutos si en esta ciudad no hay parques ni plazas.

Los sanitarios del palacio de gobierno y el antiguo palacio federal son públicos y gratuitos. Pero entrar es cosa que depende del humor del guardia. Si amaneció crudo, se peleó con la esposa o tiene de visita a la suegra, ya nos jodimos. Y si le hacemos al Depardieu nos va mal.

Queremos una ciudad para vivir: el gobierno, en sus tres escalones, nos la niega. ¿Por qué no canalizamos la fibra y el coraje que nos da el futbol para sacudir fuerte a la burocracia y obligarla a que haga su tarea?, ¿le tenemos miedo al gobierno?, ¿somos tan tímidos, tan poca cosa, que fuera del estadio no sabemos gritar?, ¿consideramos que, como machos que somos, nuestra hombría consiste en aguantar sin una queja?

No lo sé. Quizá nadie lo sepa. Don Octavio Paz, quien se animó a hacer el esfuerzo para vernos como somos y no como creemos o queremos ser, escribió: “algo nos impide ser”.

 

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