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1473 18 Diciembre 2013

 

MALDITOS HIPSTERS
Soy el niño de la colchita de franela
Luis Valdez

Monterrey.- El viernes pasado me compré un chocolate caliente en una tienda de 24 horas de la esquina. Me intoxiqué y terminé tumbado en la cama con escalofríos, estrujando lo que sentimos que puede salvarnos la vida: Una colchita de franela.

Respeto mucho a los tipos que siendo figuras de autoridad a la luz pública, se atreven (porque lo necesitan) a ponerse un pañal, agarrar una sonaja y ponerse a lloriquear mientras una mujer contratada les cambia el pañal y los limpia. Eso es falta de amor, de atención femenina. También pudiera ser el trauma por haber estado en una guardería infantil de asistencia pública donde nadie tuviera idea de cómo atender a las criaturas. “Yo me hice a la idea: cuando sea grande y gane dinero me pagaré yo mismo a una mujer para que me cambie los pañales de mi preferencia, y lloraré y haré pataletas porque quiero ser un crío al que deban atender”. ¿Infantilismo parafílico? Esto me lo contó un cliente de la barra del bar 1800 de reconocido hotel en el centro de Monterrey.

¿Es la colchita de franela una filia? ¿Es una necesidad tan llevadera como los que la hacen de bebés y al día siguiente son maestros, empresarios o policías? Me identificaba al 100 por ciento con el niño del programa de Charlie Brown, sí. En mi caso, yo no era una caricatura (no que me haya enterado). Crecí en una familia católica cuyos orígenes linarenses no tienen mal visto que un niño se vaya a la cama todas las noches (haga frío o calor) a arroparse con la misma colchita de franela. Tardamos años en separarnos, porque finalmente mi madre la convirtió en pequeños trapos que ella utilizaba en las ventanas y yo en mis libreros y muebles de la recámara.

Es una manera de enseñarte a madurar, porque si sabes que la separación es inevitable, al menos que sea gradual, y en cachitos (no estoy dando recetas a la delincuencia organizada ni haciendo análisis de la inseguridad pública).

Un día los últimos vestigios de mi colchita de franela simplemente desaparecieron de mi vida. Ahora, a un par de años de casi ser un cuarentón (estúpido y sensual cuarentón), me intoxico con un maldito chocolate caliente justo el fin de semana en que tengo invitación a la posada del trabajo de mi esposa (donde tuve que sonreír mecánicamente por un lapso de cuatro horas y no pude beber más que limonada mineral), la posada de mi trabajo (carne asada, cerveza y whisky, y yo con un ataque de tos que me provocó un desmayo en el auto… en pleno estacionamiento donde fue la posada de mi esposa), el cumpleaños número cuatro de mi único ahijado (sólo agua, por favor) y la posada del gremio de literatura de Nuevo León (sí, ese tipo de cofradía oscurantista existe, y le aseguro que beben peor agualoca que la de una escuela de estudiantes foráneos, aunque también cerveza y ron). Es decir, que dejé escapar de mi alcance mi fin de semana más festivo del año.

Pero eso sí, me reencontré con un viejo amor: una colchita de franela.

Me gustaría desearle a todo el mundo felices fiestas, pero mejor les advierto: por ningún maldito motivo compren chocolate caliente de una tienda de esas de 24 horas que hay en las esquinas, a menos que sea para hacer un uso inapropiado en el prójimo, ya sea por un intercambio de regalos insatisfactorio, o simplemente hacerle al Grinch.

Cuestión de sobrevivencia. Creo que está de más comentar que llevo en mi mochila una franela que se siente bien rica al tacto.

 

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