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1702 4 Noviembre 2014

 

 

De Fukuyama a Rajoy, pasando por Alberto Fabra
Joan del Alcázar

 

Valencia.- Décadas atrás, desde referentes ideológicos conservadores, hubo quien afirmó que habíamos alcanzado el fin de la historia. La idea central se resumía en que el liberalismo finalmente vencedor era la mejor solución para la organización de la sociedad.

Y sólo tropezaría en adelante con enemigos menores, como los nacionalismos irredentos o los movimientos políticos de matriz religiosa. Esa democracia liberal se sustentaba, como clave de bóveda, en una economía de libre mercado en la que el Estado habría de jugar un papel mínimo aunque, eso sí, había de garantizar la mayor libertad jurídica posible para el capital en un mundo globalizado. Aquella teoría del fin de la historia fue desmentida por los hechos, pero no todos aceptaron esa evidencia.

La teoría política que sustenta a la derecha europea actual es deudora de estos postulados que proceden de su homónima norteamericana de finales de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado. Y es por ello que se esfuerzan en potenciar la primacía de lo privado sobre lo público, en centrarse exclusivamente en la macroeconomía sin interesarse por la microeconomía de los ciudadanos, etcétera.

Hace tres años, en medio de la galerna de la crisis, los ciudadanos le dieron el gobierno de España al partido que se sustenta en esta corriente ideológica, y convirtieron en presidente a su máximo dirigente. Durante la campaña de desgaste al Ejecutivo al que finalmente sustituyó, todo era, decía él, un problema de credibilidad del gobierno socialista. Era cosa de que él y los suyos tomaran el poder para que las turbulentas aguas de la economía volvieran a su cauce. Mentía, y lo sabía. No era tan fácil la cosa.

De hecho, tres años después, el cuadro socioeconómico es rematadamente malo, más allá de los discursos interesados que intentan maquillarlo. Seguimos navegando a la deriva en un mar que pasa del casi estancamiento a la casi recesión sin solución de continuidad, con tremendos nubarrones de incertidumbre, y con un capitán que no sólo es un incapaz, sino que es un hombre paralizado por el pánico. Es un estorbo para todos.

Mariano Rajoy se ha convertido a estas alturas de la travesía en un problema, incluso para los suyos. No hay más que acercarse a las encuestas, a las tertulias de opinión, a los editoriales de los medios, a escuchar a la gente en el autobús, el metro o el bar. Por si fuera poco, la mancha de la corrupción o, mejor dicho, del saqueo de las arcas públicas que se ha producido durante su mandato desde los niveles nacional, regional y local, desprende ya un hedor insoportable.

Josep Ramoneda decía esta semana en El País que, en éste como en otros temas, Rajoy transmite la inquietante impresión de que no sabe qué hacer, ni cómo, ni cuándo. Recuerda el analista catalán que hace casi dos años que habló de un pacto contra la corrupción y de medidas legales, y no se ha aprobado ni una. Además, durante ese tiempo, la nómina de gente del PP con problemas con la justicia ha ido creciendo de manera exponencial. Y, en ese escenario, remataba Ramoneda, todo lo que se le ocurre es pedir torpemente disculpas.

Dos días después, desde aguas ideológicas más cercanas a las de Rajoy, José Antonio Zarzalejos escribía en El Confidencial que es necesario abrir un debate amplio e intenso sobre si Mariano Rajoy –a quien acusa de haberse cargado el PP– es o no el candidato que garantiza a los electores conservadores la solvencia necesaria para competir de nuevo por el poder y, sobre todo, sobre si tiene la credibilidad mínima para atajar y reparar el cáncer sistémico de la corrupción. Añadamos a este severo correctivo que desde las páginas de El Mundo e, incluso, las de ABC, la prensa afín, se está criticando el silencio e, incluso, la pachorra de Rajoy (Ignacio Camacho dixit). La supuesta habilidad de Rajoy para controlar los tiempos políticos, su celebrada por algunos imperturbabilidad, no son sino disfraces, parapetos de su incompetencia. Sencillamente ha sido un error histórico. Nunca debió convertirse en presidente de un Estado complejo como es España.

No sabe hablar, no sabe expresar ideas simples de forma convincente. Ni siquiera sentimientos. Hasta para pedir las disculpas de hace unos días, a propósito de la corrupción en su partido, tuvo que mal leer tres frases. Da vergüenza ajena escucharlo, y en sus propias filas crece el desánimo y aumenta el nerviosismo pensando en el 2015 como año electoral.

No es capaz de ordenar y hacer funcionar a su gobierno, en el que sobresale y predomina la marrullería que él mismo practica. Los ministros más incapaces y los dirigentes más mediocres, en tanto que serviles, gozan de su protección. No comparece ante los medios ni en el Parlamento, ni para explicar por qué ha tenido que expulsar a Rodrigo Rato, ni el porqué del desbarajuste de la crisis del ébola, ni las cuentas ilegales de su partido, ni cómo piensa abordar la creciente tensión con Cataluña. Eso por no hablar de cómo va a depurar los casos de corrupción o de cómo va a reducir las cifras del desempleo y la pauperización de sectores crecientes de la población y, particularmente, de la que afecta a los niños.

¿Será capaz de acabar la legislatura? En un partido tan presidencialista, jerárquico y autoritario como el PP es difícil moverle la silla al Jefe. Aun así, los poderes financieros realmente existentes, ¿no van a hacer nada, no van a presionarlo para que se retire a Pontevedra, de donde nunca debió salir? ¿Alguien va a proponer que Soraya Sáez o algún tapado lo sustituya? ¿O que se convoquen elecciones? Esta selección negativa de los mediocres ha alcanzado su punto más alto.

Alberto Fabra en Valencia y Rajoy en España son, tal vez, los paradigmas más evidentes de esa realidad. El valenciano heredó de Camps, su antecesor, un territorio en bancarrota económica y moral. Y no ha conseguido sino atascarlo todavía más, instalándose en el delirio. No apartar a los corruptos que pueblan su bancada en el parlamento regional y a muchos gobiernos municipales, inventarse una ley de protección de la paella, la pelota y el secesionismo lingüístico, o elaborar unos presupuestos  incluyendo mil quinientos millones de euros que no va a ingresar son las muestras más dramáticas de su incapacidad. Cuando aparece en público es acosado y abucheado, así que ha de huir por donde puede a los gritos de moniato. Ese es el camino que le espera a Rajoy. En su partido lo saben y están dándole vueltas a cómo salen de ésta.

El valenciano ya fue abandonado hasta por la cúpula central del PP y es un cadáver político. El gallego presenta síntomas de estar en situación terminal. No obstante, todavía pueden hacer mucho daño. La tentación es la de morir matando.

 

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