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1837 12 Mayo 2015

 

 

La vida diaria y el concierto de Sabina
Guillermo Berrones

 

La más señora de todas las putas/
la más puta de todas las señoras.
Joaquín Sabina

Monterrey.- Mañana. El día lo empecé con esa abulia que se adueña de mis huesos cada fin de semana. Y el patio estaba lleno de mierda, había que limpiarlo.

Nunca eduqué a Gala para que cague en un solo lugar, entonces pago las consecuencias. Y en la escuela me esperaba el grupo de poesía coral, esos adolescentes traviesos que pidieron celebrar el día de las madres recitando a coro un poema de Manuel Gutiérrez Nájera. En fin, allá fui.

Los chavos se veían contentos con su rosa roja en las manos, el poema escrito en un legajo y pulcramente vestidos. No tardaron en aparecer las festejadas. Todo el glamour de Valle Soleado desfiló por los pasillos. Polvos, afeites y perfumes invadieron el ambiente. El escenario decorado con flores de fomy y una manta plástica que nadie leyó, pero que intentaba expresar un mensaje cursi a las madres.

El programa artístico terminó con la presentación de un mariachi y la vena artística de algunas señoras que se sienten la reencarnación de Jenny Rivera o María Lourdes arrancaron estridentes notas a su pecho envilecido por el quehacer de todos los días, las mordidas de la necesidad insatisfecha y el maltrato de las adversidades. Cantaron, porque cantar libera; el canto es un anatema contra todo enemigo insoportable y ellas pusieron “las maletas en la puerta” en un imaginario despecho que nunca cumplirán en la realidad contra el marido.

Terminó el festival escolar y el hambre hacía estragos en mi pancita. En casa preparé unos huevos fritos montados sobre una rebanada de jamón de pavo, frijoles refritos, ensaladita de lechuga y limonada. Cumplí el ritual de los comensales solitarios, de los abandonados a la suerte de la cotidianidad urbana: manteleta celeste, platillo servido, cubiertos, agua fresca, tortillas calientes (de harina). Disfruto comer en solitario, pero esta mañana deseaba compañía humana. Afuera Gala aullaba, Ptolomeo ronroneaba desvelado sobre la lavadora y las tortugas empeñadas en su pelea milenaria sacudían sus caparazones sobre el piso del pasillo.

Atemporal de mi generación, hice lo que los solitarios el siglo XXI suelen hacer: al escenario del desayuno montado le agregué un toque personal de fanfarronería, puse a un lado el boleto del concierto de Sabina y luego tomé una foto. La subí al facebook, como quien lanza un trozo de carne a los perros y la jauría tardó menos de un minuto en “likear” y comentar mi grito desesperado a la soledad, al abandono, a esa soledad que amenazaba con volver insípido mi almuerzo. Y entonces reí con los comentarios; y entre bocadillo y trago contesté algunos y fui sumando los “me gusta”. Al limpiar la yema de huevo con el último trozo de tortilla vi que iban 123 “likes”. O sea: popular y populachero, me perfilo como un serio aspirante a puesto público (si me decido).

Tarde
Las tardes siempre me son amenas en esa escuela de educación bilingüe donde los preparatorianos ya no son como aquellos que secuestraron camiones como una consecuencia de su sensibilidad social y de una ideología ahora apergatada por los videojuegos. No tienen por qué serlo. Los jóvenes ahora son unos trotamundos del ciberespacio y tienen más información que no tienen que memorizar. Las habilidades son el capital educativo de las instituciones. El ejercicio del pensamiento es ya un anacronismo esclerótico que difama la condición humana.

Allá pasé la tarde entre portafolios, indicaciones para la elaboración del Producto Integrador de Actividades (el ya famoso PIA), elaboración y validación de reactivos y todas esas cosas de los viernes. Y en la última sesión del día, para bajar un poco la euforia que provoca la hora de salida y que es aterrador para los docentes. Pedí a mis alumnos leer un texto de Ricardo Chávez Castañeda: La zona de las mil puertas.

Tras vencer la resistencia a leer en voz alta cuando ya se quieren ir, los reté a comprender la historia sin ir a una segunda lectura. En realidad yo también quería huir lo antes posible, escapar a la noche, olvidar la semana. Abrieron el libro, encontraron la página y Wong, el último alumno de la lista, empezó la lectura. Al llegar a la cuarta línea el silencio era absoluto pero Wong se quejó de aquella lectura ausente de signos de puntuación. Esto es cosa de locos, se quejó, no puedo ni respirar. Acusé que estaba echando a perder el ejercicio y finalmente terminó. El silencio se prolongó unos minutos más antes de que les dijera: ¿Y bien? Empezaron las falsas interpretaciones, las aproximaciones, las dudas, las especulaciones y la reconstrucción de la historia desde su propia creatividad argumentativa. Discutir la historia del loco y su madre muerta desató una dialéctica que aligeró el fin de la jornada.
Sonó el timbre de salida y todavía en el pasillo me daban conjeturas y sugerencias de películas parecidas a la historia que acababan de leer. Yo ya quería irme. Y salí prácticamente corriendo.

Noche
Lejano el día de aquella Feria del Hogar en el parque Niños Héroes donde no pude entrar al concierto de Sabina. Distantes las veladas en casa de Meynardo y Chelita donde Sabina se dejaba escuchar en el estéreo de los anfitriones. Esta vez, boleto en mano, compré una camiseta y entre los coches estacionados y una patrulla de Fuerza Civil, me quité la camisa universitaria y me enfundé ridículamente en una camiseta con el rostro del provinciano español de Úbeda, al que esa noche vería y escucharía en vivo.

Caminé por la explanada de La Arena y un rostro jovialmente alegre se aproximó a mí. Supe era una de mis exalumnas de la preparatoria. Dalia Carolina. Estudiante de medicina y heredera de una tradición familiar en repostería, entablamos la charla mientras llegaban mis mujeres (María y Mariel). Ella esperaba a su amiga, pero me confesó haber convencido a su madre de prestarle dinero y permitirle ir al concierto. No le importaba acudir sola, deseaba ver al Sabina porque quizá, por su edad (ya es grande el señor, dijo) ya no habría otra oportunidad de verlo (lo mismo pensé yo cuando quise conocer la Cuba de Castro antes de que muriera y cambiara todo… Castro sigue vivo). Y ahí estaba ella. Y allí estaba yo. Comprendí que Sabina une generaciones. La música y la poesía fraternizan y trascienden.

Conversamos animosos bajo las amenazantes gotas de una lluvia arrepentida. Y al poco rato, casi simultáneamente, sonaron nuestros celulares. Nuestras compañías ya estaban en las gradas. En el camino a mi localidad reconocí a algunos de mis amigos poetas y escritores y saludé a algunos. Pero también tropecé con otra exalumna de una de las secundarias donde he trabajado. Norita iba con su hijo adolescente. Hace veintiséis ella era una chica de jumper guinda terminando su estancia en la secundaria. Una foto desteñida lo confirma. Ahora es una madre exitosa y feliz. Recién llegó de España. Yo sigo aquí, atorado en mis sueños, envejecido en el afán de hacer congruente la acción y el pensamiento para obtener lo justo y merecido mientras otros arrebatan el pan de la boca. Nos despedimos deseándonos disfrutar el concierto; pero antes un tipo se aproximó al hijo de Norita y le preguntó dónde vendían los sombreros como el que traía el chico. Sonriendo contestó: en España.

A la entrada de la sección “L” estaban mis mujeres. María tenía sed. También mi garganta demandaba refrescarse. Mi hija y yo fuimos por unas Victoria y algo de botana. Nos acomodamos. El escenario carmesí anticipaba un apasionado espectáculo musical. Al quinto trago llegaron los acordes de Ahora que… para abrir el espectáculo y el corazón de los amantes de Sabina, de los adoradores de su música, de los patrióticos paladines de su poesía. Y un entusiasmo endémico nos invadió. Mike vibraba enfebrecido.

Mi hermana y su hija Edna descubrían al Sabina de más allá de Y nos dieron las diez… Marcos cantaba discreto bajo su bigote encanecido. José Jaime Ruiz aguzaba su mirada escrutadora de periodista a la sombra de su bombín negro. Sue, excepción de la edad promedio,  tomaba fotos para el face. El Foko llevó a su hija, pero salió al pasillo porque a su edad ya no es muy tolerante con el estridente ritmo musical. Daniel de la Fuente, descamisado y reflexivo, halaba metáforas a la esencia de esa noche nuestra con Sabina. 

Todos estábamos allí, reinventándonos en cada nota, en cada pliegue musical, en el acierto de las palabras de un hombre que no canta, pero que tiene estilo y poetiza su experiencia de vida que es el espejo nuestro en el que nos reconocemos los jóvenes y viejos que nos resistimos a sentar cabeza a pesar de haber alcanzado la edad de recogernos a los cuarenta y diez. ¿Y el concierto? El concierto fue un pretexto. Un pretexto para seguir viviendo quinientas noches, que pueden ser quinientos años, enamorados de la vida. Enamorados de la música y la poesía de Sabina.

 

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