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1842 19 Mayo 2015

 

 

La compasión del padre
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Ceño fruncido, mirada torva, gesto de fastidio. No pregunta: ordena. No concilia: exige. No bromea: impone.

Es parte de la vieja usanza: apenas abre la boca para decir lo indispensable; la voz de mando del viejo cacique, del latifundista arisco, del amo y señor de la hacienda; del poder que sueña perpetuarse pero se agota en un sexenio.

Emite sentencias breves, fulminantes. Y lo hace con símiles y metáforas pasadas de moda: habla de trenes descarrilados, de dedos que ponen y quitan, de subordinados como peones. Aunque, pensándolo bien, si este personaje subsiste en el poder mexicano, es porque va más allá de la moda. Es una sobrevivencia tribal, centenaria.  

Hace décadas terminó de recolectar su lista de amigos. Ni uno más, si acaso para restarlos. Y es casi un ser invisible, el comensal más discreto de los bacanales privados; el más oscuro miembro del club de golf y el menos reconocido en los conciertos. Pero su sombra, como la del ciprés, es alargada. Al menos en el gobierno de su hijo.

Hasta que la eternidad se le acabó un día y dio inicio un declive que se antoja rápido, rudo y vertiginoso. En “Ricardo III”, la más sórdida de las obras históricas de Shakespeare, un monarca cruel se despeña de la cúspide de su poder. Pierde lo ganado cuando pierde piso.

¿Pero cuándo fue ecuánime? ¿Cuándo compasivo? Se pregunta Ricardo III en la obra de Shakespeare: “¿Por qué habrían de compadecerme, si yo mismo no encuentro piedad para mí mismo?”

¿Y si no la tuvo para sus enemigos, la tendrá para su hijo?

 

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