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1861 15 Junio 2015

 

 

Viaje educativo
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Un coche se detuvo y la maestra Lupita sufrió un ataque de ansiedad. Yo tenía ocho años y cursaba el tercer grado. La vi convertirse en un torbellino mientras recorría las filas. Se pintaba los labios y acicalaba su pelo con movimientos arrebatados.

Empezó a jalonear a los niños que encontraba a su paso. Repartía patadas, coscorrones y pellizcos a placer. De pronto se había dado cuenta de las horripilantes bestias que tenía por alumnos. Tiraba crenchas y nos regañaba por la suciedad y los rasgos indígenas. “Siempre vienen llenos de piojos, parecen burros sarnosos, así jamás van a llegar a ser nadie”. Era su modo de descargar su tensión. No era para menos: había llegado el director.

Yo ya había escuchado rumores escandalosos sobre la vida personal de mi maestra. Ella era la amante del dire. Otros chismes relacionaban sentimentalmente al dire con el profe de sexto, un excelente jugador de beisbol. Quizás había algo de verdad en las hablillas porque mi maestra y el profe de sexto no se hablaban. No se podían ver ni en pintura.

Todos nos pusimos de pie para gritar en coro, marciales: “Buenos días, señor director”. El dire vestía con saco, camisa, corbata y pantalón bien limpios y planchados, en colores bien coordinados. Sólo por su atuendo sabíamos que aquel hombre sí era Alguien, a diferencia de nosotros. Encarnaba la elegancia y el éxito. El poder. Un lujo en aquella escuela perdida entre tolvaneras y drenajes a cielo abierto.

El figurón raras veces nos visitaba. Siempre andaba en otros menesteres,  supongo que mucho más importantes para el desarrollo de nuestra educación. Quizás atendía comisiones sindicales y tareas partidistas, propias de su alta investidura.

Nos dirigió un discurso muy largo y emotivo, lleno de metáforas patrióticas e hipérboles heroicas. Concluyó su mensaje con un aviso formidable:  haríamos un viaje educativo. “La próxima semana viene a nuestra ciudad el recién electo ciudadano presidente de la república y todos iremos con gusto a darle la bienvenida al aeropuerto”. El flamante presidente electo era Luis Echeverría.

Mi corazón se llenó de gozo. Por fin se me haría conocer en persona lo que siempre había soñado, lo que sólo había visto sobre mi cabeza o en revistas y estampitas: ¡un avión! Me entusiasmé tanto que no pude conciliar el sueño. Por supuesto que el día del viaje educativo y por motivo de la visita presidencial no tendríamos clases. Era obligatorio para nuestros padres enviarnos a la escuela, no hacer trampa, no ocuparnos en otras tareas. Sería de alta traición a lo más sagrado del país que nos mandaran de ayudantes al mercado, a empujar carretillas de cemento, vender chicles o pelar pollos en la granja avícola. El evento revestía una importancia histórica.

Por fin yo conocería el aeropuerto y vería de cerca un avión. No uno cualquiera, ¡el jet supergigante del señor presidente de la república! Siempre me han apasionado esas máquinas potentes, su diseño espectacular y su mágica capacidad de elevarse a la carrera y cruzar volando los aires, muy lejos del mundo desgraciado que existe a ras de suelo.

Se me hacían largos los días. No daba crédito. Al fin experimentaría una fantástica aventura para contar a mis primos del rancho, quienes no salían de fregados cuidando chivas y arando parcelas resecas.

¿Nos dejarán acercarnos a la aeronave? ¿Cómo será por dentro? ¿Y si el presidente nos invita a dar una vuelta, un viaje cortito para ver desde el cielo mi colonia y el cerro de la Silla? Probablemente desde allá encuentre la cueva de Agapito Treviño, Caballo Blanco, donde escondió su tesoro. ¿Y si me mareo y me dan bascas?

No tenía zapatos nuevos. Hice que mi mamá se endeudara aún más con el tendero, me empeciné en estrenar ropa y calzado para el magno acontecimiento. La maestra Lupita nos explicó que un autobús especial nos llevaría hasta el aeródromo y nos regresaría concluido el acto. Nada de invitar a la abuelita ni a los hermanos pequeños. Por comida no debíamos preocuparnos, se nos proporcionarían lonches y refrescos. El boleto al paraíso. Qué bueno era el presidente.

El día de la visita madrugué, me presenté el primero en la escuela. Arribaron los niños de los otros grados. De mi grupo no faltó ni uno. Nadie se quería mover para no ensuciarse los zapatos ni la ropa. Llegó la hora.

Ni la profesora Lupita, ni el director, absolutamente nadie del cuerpo docente se apareció en el plantel. Nomás el conserje, pero él no sabía nada del evento. El no era nadie. La hora de nuestra partida era las 9 en punto. El presidente aterrizaría a las doce, había que ensayar porras y coros patrióticos, por eso nos necesitaban desde muy temprano. Dieron las diez, las once, las doce y nada. El sol estaba muy alto, ya teníamos hambre, muchos se empezaron a retirar. La parvada de chamacos ya estaba hecha un guiñapo, no paraba de corretear y revolcarse en el polvo vil.

No me di por vencido. Tuve la idea de caminar hasta la carretera y allí esperar la llegada de mis profesores con el camión especial. Apenas llegué y un vendedor de paletas me dijo que la comitiva con el ciudadano presidente y montones de vehículos con niños y banderolas tricolores habían pasado hacía muuuncho rato rumbo al centro. ¡Siguieron de largo sin acordarse de nosotros! Hasta la fecha yo sigo esperando el viaje educativo para conocer el avión del presidente.

 

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