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1921 7 Septiembre 2015

 

 

GUERRILLA REGIOMONTANA
Mi incorporación a la lucha armada
Ricardo Morales Pinal

 

Monterrey.- “Si la armas en cinco minutos, es tuya”, me había dicho Estelita Ramos, mostrándome una metralleta calibre M1 desarmada. Una vez recontruida en el tiempo récord impuesto por Estelita, pasé a ser custodio del artefacto, para lo cual utilizaba un estuche de violín, en donde, desarmada, la transportaba por la ciudad.

Por aquellos días entrenábamos con cierta regularidad en el rancho La Mora, en el municipio de Doctor González. José Ángel García, esposo de Estelita, organizaba aquellas jornadas de preparación en el manejo de las armas y de reafirmación en la decisión tomada por todos: integrar un grupo guerrillero urbano.

José Ángel conducía una camioneta repartidora de pan tipo combi, acompañado por Estelita en el asiento del copiloto, quien cargaba un vientre de siete meses de embarazo; resguardados en la parte trasera formábamos un grupo compacto, encabezados por Gustavo Hirales Morán, que para entonces ya había sido identificado por la policía federal, después de un asalto frustrado a las oficinas de la Unpasa, en Tijuana, Baja California; y había pasado a la clandestinidad, por lo que en ese momento sólo lo conocía por el seudónimo de “Fermín”.

Llegaba a mi casa de Isaac Garza, frente a la cual había un tendajo con venta de cerveza, donde un grupo de agentes judiciales (algunos jefes de grupo de la corporación como Raúl Reyna, Héctor Villagra y Raúl Rodríguez Jaime) departían con el propietario, quien, por cierto, era reportero de la nota roja de un periódico vespertino.

En aquellos años Monterrey era una ciudad pequeña. Intercambiaba sonrisas y saludos amables con el grupo al llegar a mi casa con estuche musical en mano. Por cierto que en la madrugada posterior a los hechos de los Condominios Constitución, me diría Raúl Reyna, jefe de grupo en la judicial del estado, algo así como: “Mira nada más muchacho, quién lo dijera de ti, si no dabas nada de ver”; lo que en cierta medida me envaneció en medio de la desgracia; y alcancé a contestar: “Pues ya ve...”

José Ángel García, a quien conocíamos en el argot universitario como “El Gordo Ángel”, era un personaje en el movimiento estudiantil universitario, portador de una lucidez y una inteligencia verdaderamente especial. Habíamos sido compañeros de lucha durante los años de universidad: movimiento contra el alza de cuotas, movimiento por la autonomía universitaria, las jornadas del 68, las asambleas del Consejo Estudiantil Universitario (que encabezó  Eduardo González), plenos de la Juventud Comunista, los contra-cursos en la Facultad de Economía, y un largo etcétera de activismo.

De tal suerte que cuando “El Gordo Angel” me propuso integrarme a un grupo que se estaba formando con la finalidad de pasar a una actividad de tipo guerrillero, no tuve ninguna duda en aceptar, ya que en ese momento había concluido mis estudios universitarios, y por tanto, mis años de activismo estudiantil.

A mediados de 1971 tuve un encuentro casual con Ángel García en la explanada de Ciudad Universitaria. Salía de una sesión de carácter académico en el Área de Ingeniería y Ciencias, en donde me desempeñaba como maestro desde el año de 1969, mientras cursaba el séptimo semestre de la carrera de ingeniería. Sostuve un diálogo con Ángel durante aquel encuentro que jamás olvidaría, ya que a partir de ahí cambió radicalmente el rumbo de mi vida, para transitar los caminos del enfrentamiento radical con el Estado, un Estado que se había caracterizado en las últimas tres décadas por su carácter intolerante, represor y antidemocrático.

Durante aquel encuentro Ángel aseguraba que nuestro compañero de lucha estudiantil, Eduardo Javier Elizondo Leal, recientemente fallecido durante un viaje de paseo en el estado de Guerrero, en realidad había sido muerto por el ejército en un accidente provocado. Desconcertado le señalé lo disparatado que me parecía dicha versión, pero arremetió con un argumento que me resultó contundente: aseguró que Eduardo era contacto de un grupo guerrillero urbano con Genaro Vázquez Rojas, que encabezaba la guerrilla rural en Guerrero, y que habría sido durante el cumplimiento de una comisión que se había dado el “accidente”. Se trataba entonces de que dada la cercanía y familiaridad que tenía con Eduardo, indagara acerca de las verdaderas causas del accidente para descubrir una supuesta y posible infiltración en dicho grupo. A partir de ese momento se inició la búsqueda de información que corroborara la hipótesis.

En la serie de encuentros que tuve con Ángel fue quedando claro que el mentado grupo guerrillero era nada menos que el grupo “Procesos”, encabezado por su cuñado, Raúl Ramos Zavala; aunque nunca quedó claridad acerca de las causas reales del accidente en que perdió la vida nuestro compañero.

Pasé entonces a formar parte de los llamados “apoyos legales” del grupo “Procesos”; es decir, pasé a formar parte de la infraestructura que se estaba construyendo para dar cobertura a las acciones armadas que el grupo ya desarrollaba en ese momento. Así, mi primera comisión fue la de dar apoyo para sacar de la ciudad a aquellos compañeros que se manejaban de forma clandestina y que habían ejecutado algunas acciones armadas.

Conocí entonces al compañero “Fermín”; y al compañero “David”, cuyo nombre real era Raúl Ramos Zavala, hermano de Estelita. El éxito en esas tareas, aunado al entusiasmo mostrado en las sesiones de entrenamiento en el rancho La Mora, convencieron al Gordo Ángel y a Raúl de que debía integrarme, al igual que mi inseparable amigo en ese entonces, Jorge Ruiz Díaz, de una manera más plena a las actividades del grupo.

Entonces establecí contacto con otros compañeros: un médico de origen peruano, de nombre Pedro Miguel Morón Chiclayo, Mario Ramírez (a) “El Ramy”, Sergio y Marcos Hirales Morán, Alberto Sánchez Hirales, Jesús Rodolfo Rivera Gámiz (a) El Tolo, Ignacio Salas Obregón, y otros.

Llegó finalmente el anuncio para la preparación de una acción armada: un triple asalto bancario en la ciudad de Monterrey, que sería simultáneo con otro de igual envergadura en la ciudad de Chihuahua. Y para ara mí sería el inicio de una vida doble: por una parte mi desempeño como maestro universitario, que ya ejercía, con todo el conjunto de relaciones familiares, personales y de amistad que conllevaba; y, por la otra, una vida secreta, entre entrenamientos y cumplimiento de tareas de planeación para la acción que ya se preparaba y que ejecutaríamos a inicios del siguiente año (1972).

Se contaba para entonces con un conjunto de casas de seguridad en el centro de Monterrey, las cuales se sostenían con los recursos obtenidos en las acciones previas. La casa del Gordo y Estelita se había convertido en mi segundo hogar y por razones de compartimentación era la única de la que yo tenía conocimiento y a la que tenía acceso. Dentro de los planes se contemplaba la asistencia médica, para casos emergentes que se pudiesen suscitar durante las acciones que se planeaban ejecutar: a decir de Ángel García, Morón Chiclayo sería el médico, y doña Emilia (mamá de Estelita y Raúl) la enfermera asistente, ya que esa era su profesión.

En el mes de diciembre de 1971 las autoridades del penal de Lecumberri  planearon y ejecutaron el asesinato de un preso político. Se trataba del maestro rural Pablo Alvarado, quien procedía de los grupos guerrilleros de Chihuahua, desde los tiempos de Arturo Gámiz y cuya historia retomaremos más adelante.
Como parte de los mecanismos de cohesión en todo cuerpo social –y el grupo guerrillero lo es– había que reafirmar la identidad de los comandos que actuarían en las acciones, por lo que había que darles nombre. Así, uno llevaría el nombre de “Pablo Alvarado”; otro llevaría el de “Carlos Lamarca” (en honor del guerrillero brasileño muerto en septiembre de 1971, después de varios años de persecución); y el tercero sería “Carlos Marighella” en honor al guerrillero comunista brasileño, muerto en 1969 durante una emboscada. Finalmente estábamos listos para llevar a cabo las acciones planeadas para el 14 de enero de 1972.

Mañana: “El asalto bancario”

 

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