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2118 8 Junio 2016

 

 

Apuntes sobre la Novela
Andrés Vela

 

Monterrey.- “Todos los personajes de Dostoievski se cuestionan el sentido de la vida”, afirma Albert Camus en uno de los textos que integran su Mito de Sísifo, obra en la que se propone una especie de descripción-comprobación de la existencia del “Absurdo”, más como un estado insoslayable de la vida que como pensamiento filosófico.

De hecho, en el apartado dedicado a la “Creación Absurda”, pone todo su esfuerzo e inspiración en justificar la relación entre filosofía y obra de arte, pues es este último el mejor medio para describir y tomar conciencia de ese malestar inevitable cuyo descubrimiento, al parecer, está destinado sólo a las mentes lúcidas.

Interesante y a ratos, hermoso ensayo, El Mito de Sísifo es una de esas intentonas características del grupo relacionado con Sartre, que buscó borrar toda frontera entre filosofía y arte. La tesis de Camus (aunque el término no le agradase) es una extensión del pensamiento que Sartre y su gavilla pusieran de moda hasta convertirlo (sin ser esa su intención) en moda concomitantemente sesentera: el Existencialismo.

Pero Camus no se conformaría con el rol de epígono, sino que explicaría lo Absurdo como algo más profundo: ese proceso que comienza con la lasitud como revelación de que no hay más que un destino fatal -sin esperanza- para terminar abrazándolo como la revelación culmen de una “felicidad metafísica”: el hombre dueño de su propio destino; conquista de su libertad.

La clara influencia nietzschiana se hace más patente cuando analiza las obras de Kafka y Dostoievski, pues si bien se ocupa de algunos filósofos (Chestov, Kierkegaard entre otros), el soporte principal de su pensamiento está en la literatura. A su parecer, los novelistas mencionados anuncian y describen el Absurdo con genio, pero no terminan de serlo: no son obras absurdas, sólo existenciales. ¿Por qué? Porque el Absurdo, a diferencia del Existencialismo, no concibe la esperanza, menos aún la esperanza en un mundo después de la muerte. 

Dejemos a un lado la filosofía para detenernos en el Arte; a fin de cuentas, Camus mismo habla del carácter “provisional” de su ensayo y, sobre todo, nunca deja de hablarnos como escritor (es decir, como artista). Si contextualizamos su obra, no le reprocharíamos tanto el hecho de que vea el Arte como un problema filosófico (tendencia que por desgracia se ha extendido hasta nuestros días, teniendo en la Academia su principal motor), ni que totalice el Absurdo como meta de toda obra. Sin embargo, como Sartre (y tantos otros), insiste fatigosamente en algo imposible: fundar un sólido discurso filosófico sobre las insondables aguas del Arte.

Además de los señalado líneas arriba, Camus comparte con Sartre su ceguera al valorar las posibilidades de las formas artísticas. Por ejemplo, ninguno de los dos le concede a la Pintura, a la Música o al Cine, los alcances de la Literatura, ni siquiera a la Poesía. Sólo la Prosa es el vehículo perfecto para comportar el corolario de coordenadas que limitan al hombre en su tiempo. Sartre creía que la prosa, en tanto claro sistema de signos, era el único lenguaje para esa comunicación intelectual. Por su parte, Camus veía la supremacía de la novela sobre la poesía debido a que la novela era descripción de imágenes, el método idóneo para la descripción del absurdo.

“El pensamiento debe estar bien mezclado”, dice Camus, muy preocupado de que llegue bien el mensaje. El Absurdo o nada. Por fortuna, encontramos en su obra varios textos que refutan sus propios postulados. Si no fuera por esa pluma tan sensible, esa nostalgia que llena de descripciones poéticas una novela como El Extranjero, el tránsito por esta obra nos resultaría más glacial de lo que ya se siente. Bien lo ha visto Nathalie Sarraute: ese personaje que parece “no sentir”, no reaccionar frente a nada (como buen ejemplar post-Auschwitz), tiene, aunque sean periféricas, evocaciones que denuncian una amplia gama de matices en su paleta de pintor. Es un paisajista consumado, aunque lo haga para ostentar la indiferencia que le causa la muerte de su madre.

Si la obra de Camus pervive sobre la de autores con sus mismas inquietudes, es gracias a que por encima del pensador destaca el novelista; sobre el sistema filosófico, la pluma del poeta. Es la paradoja que lo salva del olvido al que están confinados tantos novelistas-filósofos. No obstante, intenta -a marchas forzadas- consumar el matrimonio entre arte y filosofía, sin entender que sí los diferencian “objetos y medios” distintos. La novela no es un asunto filosófico, sino estético. Pertenece más al campo de la intuición y de la perspectiva que al de la comprobación y las definiciones.

Lo anterior le provoca varios tropiezos en su argumentación. Por ejemplo, cuando describe la obra de ciertos novelistas, logra interpretaciones bellas y luminosas, pero da pasos en falso cuando rastrea una presunta problemática existencial en el germen de sus obras. Así le ocurre con su lectura de El Castillo, de Kafka. El hecho de que K., al intentar comunicarse con las autoridades de El Castillo, sólo escuche un manojo de voces y risas ininteligibles que acrecientan su confusión, es visto por Camus como una metáfora de la melancolía, sentimiento-idea que detona su obra, así como la de todo buen “novelista filósofo” (absurdo, por supuesto).

No descartamos que, como bien señala Camus, la obra Kafkiana merece un análisis centrado en la persona misma de Kafka, su mundo y tribulaciones (¿podría ser diferente con cualquier otro autor?), pero su interpretación resulta forzada por arbitraria: ¿dónde y cómo reconocer la confesión o transmutación del novelista? Si quisiéramos seguir la alocución de un autor a lo largo de su obra, el viaje sería una espiral sin fin, pues como bien ha visto Robbe-Grillet: “el autor no sabe bien lo que busca y menos lo que ha logrado, sino después de terminada la obra, se replantea el mundo verbal que ha construido”.

La respuesta a la razón de la Novela está en ella misma; es decir: en su creación. La conciencia de que esa experiencia que es el proceso creativo no tiene fronteras ni puntos de partida específicos, es el único camino hacia el tipo de novela que Camus anheló: la “obra abierta”, que “no está satisfecha de su verdad”. Una obra realmente vital y que, contrario a lo que pretendía el gran autor francés, está hecha de palabras y no de conclusiones. De llanas y fértiles palabras.


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