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POR UN CIELO SIN CLASES / Claudio Tapia

Por si algo le faltara al actual clima de crispación en que vivimos los mexicanos, imprudente, el Cardenal Juan Sandoval Iñiguez puso sobre la mesa de discusión su visión critica de los ricos que hacen su dinero de manera deshonesta. Ojo. No perder de vista que las populistas afirmaciones las hizo ante los integrantes de la Unión de Voceadores, estando en su territorio. Aunque al día siguiente intentó atemperar el exabrupto, el prelado que al ordenarse sacerdote tuvo que hacer votos de castidad, obediencia y pobreza, dijo: “Hubo alguna explotación, algún engaño o hacer trabajar mucho, en fin, muchas cosas para hacerse rico. San Agustín, aquel gran padre de la iglesia, dijo que todo rico o es ladrón o es hijo de ladrones.” ¡Orale! Y ya encarrerado agregó: “No hay rico, rico, rico, rico, que sea honrado, porque trabajando nadie se hace rico…” ¡zas!
Contagiado por la pulsión por el debate, recordé, para contarles, el relato de cómo ha venido cambiando, en el transcurso de la historia, el discurso sobre nosotros los pobres y ustedes los ricos contenido en un libro ameno y provocador de Alain de Botton titulado Ansiedad por el estatus (Santillana, 2004). Les daré, en forma apretada, perdonando la simplificación, los argumentos a favor y en contra de los ricos para que, después de deliberar y de emprender la lectura que recomiendo, saque cada quien sus conclusiones. Por lo pronto, tranquilos, en el cielo cabemos todos. Dice el escritor suizo avecindado en Londres, que desde el año 30 de nuestra era, cuando Jesús inició su ministerio, hasta la segunda mitad del siglo XX, los pobres de las sociedades occidentales se contaron tres historias para destacar su propia importancia, reconfortarse y ganar la gloria eterna. Los cuentos, en resumen, fueron así:
Primera historia: los pobres no son responsables de su situación y son la parte más útil de la sociedad. Campesinado, clero y nobleza son clases sociales que existen, simplemente porque así lo quiere Dios. La recíproca dependencia (sin campesinos las otras dos clases no tendrían que comer) se acompañaba de condescendencia paternalista que fomentaba, entre los labriegos, un mínimo de dignidad y resignación en este mundo, en el otro...
Segunda historia: el estatus inferior carece de connotaciones morales. Ni la riqueza ni la pobreza cuentan para alcanzar la virtud. Jesús, el hombre pobre, es el de más alta calidad moral, en consecuencia, no hay relación directa entre rectitud y posición social. El más pobre puede ser el más probo. Según este planteamiento cristiano, la fuente de toda bondad es el reconocimiento de la dependencia de Dios y, si el dinero da dicha sin que intervenga la gracia divina, el poseerlo se vuelve sospechoso y maligno. Por eso es que los pobres esperaban ver cómo los ricos no lograban pasar por el ojo de una aguja.
Tercera historia: los ricos son pecadores y corruptos y han logrado su riqueza robando a los pobres. Aunque no lo crean, es en este discurso socialista en donde se ubica nuestro carismático Cardenal. Los privilegiados han acumulado tal poder y riqueza que impide a los pobres mejorar su destino de forma individual. Su única esperanza es la protesta social que conduzca a la revolución. Primero Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, 1794) después Marx (El Manifiesto Comunista, 1848) y antes Engels (La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845) coincidieron en que los ricos no acumulaban su capital por sus cualidades personales sino por su astucia y su mezquindad. Y los pobres no lo eran por ser perezosos, viciosos y poco inteligentes sino porque sus amos los mantenían ignorantes en un régimen capitalista de explotación. Había que emancipar al hombre. ¡Proletarios del mundo uníos! En pleno capitalismo salvaje, este relato sigue vigente para una mayoría de excluidos que escucha por la izquierda.
Para balancear y enriquecer el debate, ahí les van ahora los contra relatos que el citado autor califica de igualmente turbadores. Se trata de otras tres historias que se vinieron elaborando desde el siglo XVIII y que, a nuestros días, han ganado notable influencia.
Primera historia: Los útiles son los ricos, no los pobres. El relato surgió con la fábula de las abejas conforme a la cual el dispendio de los encumbrados es el que genera empleo a todos los que están por debajo de ellos y es, gracias a eso, que sobreviven los más débiles de la sociedad. En la más cautivadora defensa de los ricos, titulada La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith sostiene que el bienestar de la sociedad depende del deseo y la capacidad de la gente para acumular riqueza, prácticamente sin limitación. La inagotable reserva de riqueza siempre puede extenderse hasta lo superfluo sin más límite que el de la ambición de los hombres de empresa que en vez de aniquilar a los débiles, les ayuda gastando dinero y proporcionando trabajo. ¡El libre mercado! Así, los ricos pasaron de villanos a héroes. Son los ricos los benefactores de las clases inferiores. Les dan trabajo, vivienda y alimentación. En suma, los ricos se convierten en los creadores de la prosperidad nacional. El grandilocuente discurso aún retumba en el oído derecho de los neoliberales.
Segunda historia: el estatus propio tiene connotaciones morales. Este discurso se inscribe en las virtudes de la meritocracia sustentada en la igualdad. A condición de que todos los hombres puedan accederse a la misma educación y a las mismas oportunidades, la diferencia de renta y prestigio se justifica por los propios talentos y debilidades de los individuos. Los privilegios son tan merecidos como las penurias. La causal relación mérito-posición social, otorgó al dinero calidad moral. La riqueza se volvió respetable moralmente porque son la inteligencia y la capacidad las que permiten obtener un empleo o un negocio de prestigio bien remunerado. Los ricos tienen más dinero, sencillamente, porque son mejores. Estas razones llevaron, en 1836, al reverendo Thomas P. Hunt a escribir El libro de la riqueza: en el que se demuestra con la Biblia que todo hombre tiene el deber de hacerse rico. Ahora la pobreza, ya no es lamentable y digna de compasión, es merecida. La pobreza deviene en pecado porque es un desacato del mandato divino.
Tercera historia: Los pobres son pecadores y corruptos y deben su pobreza a su propia estupidez. Este provocador rollo se sustenta en el llamado darwinismo social. Los pobres dejaron de ser desafortunados para convertirse en fracasados. Ya no son inferiores por falta de oportunidad, lo son por naturaleza. Ahora, los ricos no son mejores desde una perspectiva moral, lo son desde el punto de vista natural: la selección de la evolución. Es la ciencia natural la que ordena que los ricos sean ricos y los pobres, pobres. Los débiles son un error de la naturaleza y hay que dejar que perezcan antes de que se reproduzcan y contaminen al resto de la población. Al igual que en el resto del mundo animal, los humanos deben abandonar a sus criaturas deformes para que, naturalmente, se extingan. Así pensaba el sociólogo Ingles Herberth Spencer (Estática social, 1851). Ahí queda. No hay más que decir, salvo la frase con la que De Botton cierra esta perturbadora historia: “Al escarnio de la pobreza, el sistema meritocrático añadía ahora el insulto de la vergüenza”.

claudiotapia@prodigy.net.mx

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