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¿Y LAS OTRAS MADRES…? / Tomás Corona

Aquellas que vieron partir prematuramente a sus hijos
y enterraron junto a ellos un pedazo de su corazón.
Las que se afanan, extenuadas, por sacar adelante a la familia,
en esta desquiciante sociedad,
sacrificando sus más caros anhelos.

Esas que tuvieron el valor de lavar con sangre
la ignominiosa afrenta del adulterio
cometido por indignos amantes, y que están encarceladas.
Las malqueridas que lloran por dentro en sus largas noches de insomnio
escarapelando sin remedio sus lúbricos afanes.
Aquellas que hurtan subrepticiamente un mendrugo de pan
para alimentar a sus vástagos
y más tarde ocultan las vandálicas fechorías que éstos cometen.
Esas que sopesan con honor el hecho de tener un hijo delincuente
y son capaces de redimirlo con su constante amor.

Las admiradas lésbicas que decidieron por sí mismas
condenarse al inicuo estigma de su preferencia sexual.
Esas que pecan por la paga
como vano intento para subsanar su mísera condición existencial
o por el simple hecho del placer carnal.

Las marías que cargan en su espalda el lastre
y la milenaria discriminación de nuestra moderna cultura occidental.
Aquellas intelectuales que habitan entre libros,
esgrimiendo sus ideas sin temor a la crítica
y optan por vivir solas en su pequeño mundo.

Las divorciadas que rompen la atadura de un papel
o de un lazo que intentó cercenar sus sueños y ambiciones.
Aquellas que cuelgan de los nichos caseros,
como mártires,
para que sus aberrantes y fornicadores maridos no las alcancen.
Esas estomagudas de desvencijados cuerpos y largas tetas
que dijeron siempre “todos los hijos que Dios nos dé”
sin saber que estaban criando cuervos.
Las estériles que se esfuerzan inútilmente
para cumplir su trascendente función
como incubadoras de la especie humana.

Aquellas que deciden amorosas
adoptar a un ser extraño para subsanar,
sin lograrlo,
su fallida maternidad.
Esas que segaron su vida,
suicidantes,
y su oscura decisión
deja un legado de tristeza y desconcierto.

Aquellas que fenecen en cada luminoso amanecer
acuchilladas por la frialdad de su incesante soledad y abandono.
Las solitarias egoístas
que sacrificaron todo lo que amaban
por su necio afán de ser independientes o famosas.

Aquellas olvidadas que lo dieron todo
y reciben a cambio migajas miserables
que no compensan su vasto y dolorido corazón.
Las que se les recuerda sólo cuando se convierten,
casi en automático,
en esclavas al servicio de sus vástagos.

Aquellas viejas que rumian sus pecados y osadías
entre los rincones de la solitaria mansión de los recuerdos.
Esas niñas que de pronto se ven convertidas en árboles floridos
y sus ramas les pesan hasta la ignominia.

Las tristes que arrastran por la casa cadenas de amargura
al ver destruido el hermoso hábitat que habían soñado.
Aquellas que no encuentran eco a su alegría de vivir
porque los hijos han crecido
y su flamante esposo no sabe comprenderlas.

Esas dulces y mimosas
que prodigan caricias y ofrecen canonjías en exceso
convirtiendo a sus nenes
en verdaderos monstruos de indolencia.
Las arpías de largas uñas y afilados dientes
que devoran infantes
y ocultan sus restos en frigoríficos depósitos.

Aquellas que viven atadas a una silla o una cama de hospital
y ven pasar las horas,
asfixiadas por el tedio y la rutina.
Las adictas, marihuana o alcohol,
que hicieron un infierno de su paraíso
y arrastran por la calle su vergüenza.

Las que se pintaron para siempre de negro el corazón
y lucen por doquier su enjuto rostro
y la flemática piel de su viudez.
Esas solteras que por idiotas tuvieron un hijo
y se parten la madre para educarlo y asegurar su manutención.

Aquellas lúcidas, centradas y tolerantes
que la equidad de género pretende rescatar
y mueren victimadas por su macho.
Esas que, encerradas entre cuatro paredes blandas y grises,
expían las culpas de los hombres enquistadas en la esquizofrenia.
¿A ellas quién las festeja?

 

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