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LSD: CONCIENCIA DE LA REALIDAD-CONCIENCIA / Alfonso Teja
 
El 29 de abril pasado dejó de existir el doctor Albert Hofmann, a la edad de 102 años. Considerado el padre de la era psicodélica, este notable químico de origen suizo sintetizó, allá por los años 30, en los laboratorios Sandoz de Basilea, la dietilamida del ácido lisérgico, y descubrió lo que hoy conocemos con el nombre de LSD, provocando uno de los mayores fenómenos -o cataclismos, según se mire- culturales y contraculturales de la historia universal.

La polémica generada por el hallazgo puede ser ilustrada a partir del hecho de que el Pentágono llegó a presionar al investigador para que colaborase en sus proyectos de armas químicas, y al mismo tiempo importantes representantes de la inteligencia contracultural le conminaron a hacer precisamente lo contrario, a partir de las mismas sustancias. Sólo la distancia crítica que otorga el paso de tiempo logró apaciguar este evidente conflicto.

Pero es precisamente la reciente desaparición física de este pionero lo que ha causado un renovado interés en las aplicaciones médicas y científicas del más poderoso agente psicodélico conocido. La fundación Albert Hofmann creada por este hombre de ciencia se mantiene en su línea de recopilar estudios en el uso de sustancias capaces de modificar los estados de conciencia, con el objetivo de comprender y desarrollar responsablemente investigaciones en la aplicación clínica de la LSD y otras sustancias similares.

Dejemos en palabras del propio doctor Hofmann la descripción de los efectos de su descubrimiento: “Lo que se percibe bajo la influencia de la LSD es lo que en otros términos, sobre todo en terminología religiosa, se ha calificado como iluminación. Se trata de una vivencia del mundo y también del propio yo, que difiere de la conciencia cotidiana en el sentido de que la barrera desaparece, poco más o menos, en este pensamiento dualista con el que funcionamos de forma habitual y que es superado, y por así decir uno se adentra en la propia naturaleza, en la propia creación; se tiene la sensación de comprenderse a uno mismo mucho mejor. Se experimenta la creación no por más tiempo ni solamente con la razón, sino con la emoción, con el corazón. Y esto es lo característico de la visión, de los visionarios, es lo que ellos describen; quizás no sea exactamente lo mismo, pero es una sensación muy parecida con un significado igualmente parecido.”(1)

Junto a Hofmann, es necesario mencionar los nombres de Aldous Huxley y tres psicólogos de Harvard: Timothy Leary, Richard Alpert y Ralph Metzner. Huxley, un intelectual inglés heredero de una rica tradición científica familiar, abrió el camino que después sería ampliado por los tres investigadores, quienes encabezaron una serie de experimentos en la Universidad de Harvard a principios de los años sesenta, hasta que el sensacionalismo de la prensa causó tal revuelo en las comunidades estudiantiles de los Estados Unidos, que llevó en 1964 no sólo a la suspensión de los experimentos, sino incluso a la expulsión de los tres académicos. Fue el doctor Hofmann, personalmente, quien se encargó de proveer a todos estos pioneros de la investigación psicodélica con el agente necesario: dietilamida del ácido lisérgico de la mejor calidad.

Es muy revelador observar que todos estos hombres de notable inteligencia y compromiso profesional (Hofmann, Huxley, Leary, Alpert y Metzner), a partir de su experiencia personal con la LSD desarrollaron una nueva actitud ante la vida. En 1991, Albert Hofmann lo expresó de la siguiente manera: “Todos estamos agradecidos por la ayuda recibida para lograr lo que Aldous Huxley decía que era el propósito final de la vida humana, es decir, la iluminación, una visión beatífica de la existencia, y el amor. Yo creo que contamos con muchos y valiosos testimonios de la aportación de la LSD, en este sentido suficientes para convencer a las autoridades de salud de terminar con la absurda prohibición de éste y otros psicodélicos similares”.

Ahora bien, en todo este planteamiento que nos coloca frente a una eventual legalización de las drogas psicodélicas, existe la necesidad de establecer una diferencia que se refiere a los diferentes tipos de ellas. Hay drogas que son sumamente peligrosas, que producen adicción, como la heroína, las anfetaminas o los opiáceos. Estas son drogas que, justamente por provocar la adicción y la utilización crónica, producen un deterioro físico y psíquico.

En cambio, la LSD y los otros productos psicodélicos no provocan adicción y son poco tóxicos; no hay que clasificarlos realmente como drogas para no incluirlas en este conjunto de sustancias problemáticas. Ello no quiere decir que estas drogas carezcan de peligro. Para una persona no preparada, la experiencia de separarse del mundo habitual para adentrarse en un mundo mucho más complejo, mucho más profundo, puede ser un shock psíquico profundo, un derrumbamiento traumático. Éste es el peligro de estas sustancias, pues tienen que utilizarse en un marco ceremonioso que nos falta normalmente, y ésta es la razón por la que los indios, que siguen utilizando estas drogas en la actualidad, lo hacen a modo de plantas sagradas sólo destinadas al culto religioso. Para el no-iniciado, la vivencia que se produce es abrumadora. 

El gran problema que generó la moda jipi de los sesenta fue precisamente que frivolizó lo trascendente, y convirtió la experiencia cósmica en una caleidoscópica visión alucinógena. Todavía en la actualidad existe quien cree que la “diversión” con la LSD es entrar en el “circo retinal”, para usar la definición que Metzner, Leary y Alpert acuñaron en su obra La experiencia psicodélica, basada en sus observaciones al combinar la ingestión de la LSD, mientras guiaban su experiencia con los ancestrales textos del Libro Tibetano de los Muertos. El circo retinal pervierte lo esencial de la experiencia, para convertirla en un juego de sonidos, colores y texturas. Si se puede decir que en aquellos años el uso masivo de drogas fue contradictorio o desafortunado, con los psicodélicos se puede afirmar que lo que ocurrió fue una verdadera catástrofe. (2)

 Hoy, en Suiza y en Canadá ya se retoman estas investigaciones con seriedad; pero es notable el persistente escepticismo en la ciencia oficial (y en otros círculos comprometidos con el statu quo) acerca de los beneficios que puede ofrecer este tipo de conocimiento. Usualmente, la digresión se aleja del punto importante cuando optamos por “liberar” la verdad metafísica para dejarla retozar en el feudo que mejor nos acomoda: el subjetivismo.

Ese mismo criterio inmaduro y solipsista que nos permite decir ufanamente, citando a Jesús de Nazareth: “Dar al César lo de César, y a Dios lo que es de Dios”. Con lo cual tácitamente se reconoce esa dualidad del mundo que el doctor Hofmann nos explicó que es incapaz de sobrevivir a la experiencia sicodélica verdadera, pero que para muchos  significa una posición muy cómoda pues, como sabemos, el César vive en los bancos y en el Registro Público de la Propiedad, mientras que a Dios lo tenemos concentrado (o encerrado, que es lo mismo) en el dogma o en figurillas doradas, que siempre son un bonito adorno y también un consuelo en este eventual “valle de lágrimas”.

 

NOTAS
1.- Las palabras de Albert Hofmann citadas aquí son transcripción de sus declaraciones en el programa “La Noche” de la televisión española (TVE), en 1991.
2.- The Psychedelic Experience. A manual based on the Tibetan Book of the Dead; T. Leary, R. Metzner, R. Alpert. University Books, 1964. Quinta reedición, enero 1969. pág. 67.

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