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AMORY / Cris Villarreal

De alto riesgo, fue la frase con la que en la clínica de Clarksville, cercana a las residencias de estudiantes casados en donde vivía, se me justificó la orden para que el embarazo de mi segunda hija Amory fuera monitoreado en el hospital Brackenridge, en el centro de Austin. Me sentí confundida al escuchar ese diagnóstico, no le daba crédito, le pedí a la enfermera que revisara los resultados de mis análisis. Le expliqué que mi primera hija, a pesar de un incidente de ruptura de placenta previa al llegarse los nueve meses, había sido atendida en un tiempo emergente y que había nacido perfectamente bien, le comenté que Jessie era una niña cabalmente sana. La enfermera me explicó que el factor RH no afectaba al embarazo del primer embrión de la madre, que se mantenía saludable en el útero hasta el nacimiento. El problema se presentaba en el parto cuando las sangres positiva y negativa se mezclaban y el sistema sanguíneo de la madre reconocía a elementos extraños en su organismo, por lo que era al segundo bebé cuando el sistema de inmunidad materno estaba preparado para atacarlo con todo. En ese día del verano de 1984 se inició la saga de lo que se convertiría en la mayor causa de desgaste emocional en los 25 años que tenemos de casados José y yo.
Mientras contemplo a mi hija en su recámara, entretenida con su laptop en su página de MySpace, me veo a su edad, en 1973. A los 23 años tenía dos años de haber terminado mi carrera de abogada, trabajaba como maestra de tiempo completo en la unidad Gonzalitos de la UDEM, había vivido un año en el centro del país haciendo mi servicio social, vivía en forma independiente, había viajado por mi cuenta, participado en movimientos estudiantiles, militado en organizaciones políticas de izquierda, gozado de cientos de lecturas literarias,  escrito en periódicos universitarios, ganado un complicado tercer lugar en un concurso de oratoria en la Facultad de Leyes, había actuado en varias obras de teatro, había sufrido del mal de amores, había ido a fiestas y a discos, tenía un par de amigas que eran como mis hermanas, estaba a punto de graduarme de maestra de educación secundaria con especialidad en Lengua y Literatura Españolas, había bailado hasta el amanecer, disfrutado la dicha de haber tenido varios novios y andaba emparejada con un arquitecto con el que iría al altar. A sus 23 años, mi hija Amory, una atractiva joven mujer con parálisis cerebral espástica desde su nacimiento, no ha disfrutado de una sola de las experiencias anteriores.
Yo, que adoro a las personas con cabezas bien amuebladas con quienes puedes sostener conversaciones inteligentes e iluminadoras, no puedo comunicarme verbalmente con mi hija cuyo nivel académico, de acuerdo a decenas de evaluaciones, estriba entre el segundo y cuarto grado de primaria, según las áreas de conocimiento. Amory, quien pasó por el sistema educativo estadounidense desde los tres años en la “infancia temprana”, hasta el grado doce de preparatoria, usa aparatos de sordera y su expresión lingüística es ininteligible, por lo que se vale de un aparato electrónico para comunicarse. La segunda de mis tres hijos, que ha acudido a miles de sesiones de terapias físicas, ocupacionales y del habla desde los tres meses de edad, tiene una forma de caminar insegura, ya que fue hasta los once años cuando un buen día decidió abandonar su silla de ruedas y hasta la fecha continúa su pugna porque sus cuerdas vocales funcionen correctamente y le permitan darse a entender.
Amory nació así porque siete años antes de su nacimiento, el 17 de mayo de 1977, día en que mi hija Jéssica vio por primera vez la luz en la Clínica Osler, mi sangre de tipo negativo se mezcló con la suya de tipo positivo. En las primeras 72 horas después de ese parto se me debió haber inyectado la vacuna RhoGAM (Rh immune globulin), que habría eliminado la creación de anticuerpos con que mi organismo atacó agresivamente la sangre del cuerpecito de Amory en mi útero, creándole una anemia que la hizo quedarse en el hospital cuarenta días después de su nacimiento, en uno de los inviernos nevados más fríos que registra la historia de Austin. Esa vacuna, que habría hecho mi vida y la de mi segunda hija completamente diferentes, nunca se me suministró.
Ni mi ginecólogo, ni el hospital fueron responsables de esta criminal omisión. En mi expediente médico estaba asentado que en un reporte de laboratorio, ordenado por mi ginecólogo durante mi embarazo, constaba que mi sangre era positiva, por lo tanto era improcedente que se me aplicara dicha inmunización.
Con ese acto de clara negligencia médica, a mi hija se le birló su destino, se le sustrajo el derecho a llevar una vida independiente, se le quitó la oportunidad de ir a la universidad y estudiar una profesión y así poder ganarse la vida, se le robó la dicha que contrae que una persona forme su propia familia y la gloria de llegar a ser amada como a una mujer con todas sus facultades. A nosotros, José y yo, sus padres, y a sus hermanos, Jéssica y Rogelio, se nos robó la experiencia de crecer en una familia sin sobresaltos, episodios desabridos, interminables citas médicas, ni demandas extras que pueden llegar a drenar la energía completa de un hogar. En particular, a José y a mí, durante estos años tardíos, se nos robó el derecho a disfrutar del merecido descanso de un retiro tranquilo y se nos condenó a cuidar de un ser humano que depende de nosotros las 24 horas del día para cumplir con sus necesidades alimenticias, higiénicas, de vestido, educación y entretenimiento. 
Un millón de veces me he recriminado no haber seguido los consejos del sentido común que exhorta a no fiarse ni de sí mismo y a estar siempre alerta cuando entras en contacto con personas de dudosa reputación, pero mi ingenuidad o la facilidad de tener ese establecimiento a unas cuadras de mi casa, me condujeron a cometer la absoluta estupidez de ir a ese laboratorio por Madero, frente a la Facultad de Medicina. Tal vez consideré que el profesionalismo y la ética prevalecerían frente a cualquier rivalidad política que hubiera habido en el pasado en la política universitaria con su propietario, pero no fue así.
A veces quisiera conceder el beneficio de la duda, pero conociendo la trayectoria de ese grupo, que desmanteló a la universidad de las fuerzas de izquierda, no se puede desestimar la posibilidad de que no se haya tratado de un error, sino de un acto de maldad ilimitada propia de casos monstruosos en que mentes enfermas se solazan en provocar el sufrimiento de seres humanos inocentes. Ahí cobra peso la eventualidad de que se haya tratado de una maniobra vindicativa en mi contra, artimaña malévola que se llevó de encuentro el derecho a una vida normal para Amory, y por la que se puso en riesgo mi propia vida si una transfusión de sangre diferente a la mía se me hubiera realizado.
Este cíclico resentimiento que me aflora cada vez que advierto lo que pudo haber sido en la ingrata existencia de Amory  podrá dejar a mucha gente indiferente, pero el extremo perjuicio que este acto de negligencia médica ha causado a mi familia puede llegar a repetirse y es por ello que lo escribo. A cualquier regiomontano que necesite hacerse un análisis de sangre le sugiero que siempre tenga una segunda opinión, podrá costarle un poco más de tiempo pero evitará que sus vidas se pongan en peligro e indirectamente condenen a sus hijos a una existencia desgraciada.
Para nuestra fortuna la ciencia avanza y al quedar embarazada con mi tercer hijo, contra el cual mi rechazo inmunológico habría sido todavía más fuerte, ya se habían aprobado las técnicas de transfusiones intrauterinas, y gracias a ello y a los viajes mensuales que hicimos a un hospital en Houston durante ese embarazo, Rogelio nació en condiciones normales y es actualmente un brillante estudiante de cuarto semestre en la carrera de Ingeniería Aeroespacial en la universidad Texas A&M en College Station.
Cuando José y yo investigamos la causa por la que yo no había recibido la RhoGAM y descubrimos que en el análisis de sangre, firmado por el dueño del negocio, se me había cambiado mi tipo sanguíneo, sabiendo el daño que podría provocarse en el futuro, fuimos a una consulta con el licenciado Cisneros,  reconocido jurista y antiguo maestro mío de la Facultad de Derecho, para plantearle lo ocurrido. De inmediato el abogado constitucionalista nos dijo que independientemente de la posibilidad de haber sido víctima de un acto de clara represión política, en México los casos de pericias médicas negligentes quedaban prácticamente impunes y que formando parte el propietario de este negocio del grupo mejor aliado y protegido del nefasto gobierno de Martínez Domínguez, no había nada que hacer. En cualquier país civilizado, con instituciones judiciales autónomas, un acto de negligencia médica como éste, que me puso en peligro de muerte por el riesgo de un choque anafiláctico y condenó a mi hija a esta minusvida que padece, el laboratorio habría sido clausurado y el propietario condenado a pagar una multa millonaria a las personas afectadas cuando no enviado a la cárcel en el caso de un homicidio imprudencial.
Las famosas instituciones que tanto defiende la burocracia administrativa que desgobierna a México nunca le pasan factura a los corifeos del sistema, por más tropelías que éstos cometan. Por el contrario, el estado corporativo sabe muy bien utilizar el erario público para premiar con altas posiciones políticas a sus más fieles servidores. En casos como el mío la población está completamente desprotegida y a nosotros, los miembros de la sociedad civil, no nos queda de otra más que prevenirnos para no caer en las mismas trampas y darnos muy fuerte la mano para lidiar contra estos enemigos solapados.

acrosstheglobea@yahoo.com

 

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