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1054 9 Mayo 2012

 

Hostigamiento y criminalidad
Cordelia Rizzo

Monterrey.- Creo que la espiral de violencia social en México tiene fuentes contundentes, aunque elusivas, en el famoso bullying escolar, laboral, social y de otros tipos. Mi experiencia cercana y persistente con el tema del hostigamiento me obliga a hablar de él de una forma más personal, y de alguna manera enlazar mi testimonio a un llamado a seguir dimensionando las causas sociales de la criminalidad que nos tiene tan aparentemente atados de manos. 

Parte de las tácticas que se emplean para amedrentar a la sociedad, tanto de criminales como de las autoridades, son una suerte de hostigamiento. La escuela es un laboratorio de estas dinámicas.  Para mí, como para muchas otras personas, el bullying escolar fue una realidad difícil de notar. 

Una vez que esa violencia se reconoce, una debe asumir las instancias de control que se tienen a la mano para emprender un camino de superación del círculo vicioso. Si no, una también corre el peligro de convertir la venganza o la impotencia experimentada en las etapas tempranas del desarrollo humano en el centro de sus proyectos de vida.

La experiencia de ser foco de bullying deja una de esas heridas indelebles que afloran cada vez que una está frente a la duda de la violencia de la humanidad, sobre todo en el terreno social. Aun cuando se abordan en una psicoterapia, el tiempo no avanza lo suficiente, ni se encuentran las instancias de sanación pertinentes que operen la superación total de la huella, queda una cicatriz.

Para personalidades como la mía, inquisitivas y casi obsesivas, queda la incógnita sobre por qué fuimos agredidos si no agredimos antes a la persona que tan persistentemente propinaba improperios tan fuera de contexto. Pero aguas: esto nos puede volver presas de las agresiones de otra forma, en la sostenida obsesión por los asuntos. 

Cuando niña, las agresiones venían de un contexto donde yo mostraba comportamientos atípicos. Terminaba mi trabajo siempre al final ─era un colegio Montessori─, hacía preguntas raras, me dormía en el salón durante clases y era muy apegada a mis maestras. Luego llegué a vivir a Monterrey del D.F. en tercero de kínder; entonces, venir de fuera me destacaba doblemente. 

Solía participar mucho en el salón, supongo que porque mi forma de abordar y dominar el entorno escolar era a través de la muestra de mi talento académico. En tercero de kínder tenía un bully de patio que en la hora entre la salida de kínder y primaria, que yo me quedaba en la escuela a esperar a que vinieran por mí y por mi hermano que cursaba la primaria, me perseguía para morderme (parece que se creía vampiro). El caso se resolvió cuando alcancé a correr a denunciar a mi bully en la dirección, pues no había maestras en el patio a esas horas. Él y yo después vivimos sin roces la primaria. 

En la primaria, aunado a las razones anteriores, era yo la niña gordita. Agréguenle al escenario escolar que fuera de la escuela, unas primas mías, a cuya casa iba a jugar los fines de semana ─todas mayores que yo─ me molestaban repitiéndome que mis papás eran malas personas y tacaños. A mí tampoco me caían muy bien mis papás en aquel entonces, así que escuchaba con atención. 

Sin embargo, cuando jugábamos me decían que yo sería ‘la gata’ del juego, a lo cual yo no oponía resistencia, porque siempre me han gustado los gatos, pero se reían e insistían que no ese tipo de gata del que hablaban.

De adolescente fui entendiendo que las niñas estaban canalizando una agresividad pasiva de sus padres hacia los míos. Me mantengo desde hace muchísimos años lejos de ellas y, sobre todo, de sus padres.

En la secundaria había el típico bully impromptu, que me decía cosas de mi papá, que si era un ladrón, o que si los del PRI eran unos ‘rateros’. La hija del dueño de un periódico local un día de la nada me presumió que su papá era más trabajador que el mío, a lo que yo le respondí que no tenía elementos para juzgar una cosa o la otra. 

Lo mío era la palabra: usarla o no, la elección, los espacios, la elocución. Creo que aún lo es.

Tengo la sensación y tranquilidad de que enfrenté a mis bullies con bastante entereza, sin embargo, esto no me descargó el peso ni la tensión latente de sentirme acosada y violentada por motivos y/o fuerzas difíciles de clarificar. Su encausamiento positivo requirió mucho apoyo y mucha creatividad. Es de ese tipo de cansancios que merecen la pena una sana valoración, porque luego nos encontramos fatigados de verdad cuando lo que nos pasa no amerita cansarnos.

Al final de la secu, hubo un abandono colectivo a raíz de un episodio escolar en el cual le grité a una antigua amiga que era una persona falsa y que me decepcionaba frente a todos afuera del baño de mujeres. Aparentemente nunca se me perdonó por mi exabrupto ─ni por el trasfondo de estrés psicológico que dio pie a éste─, y yo decidí abandonar a un grupo de pares que no me era propicio para atravesar mis procesos juveniles, que incluían vivir lejos de mi padre.  No he necesitado de sus amistades ni presencias hasta ahora.

Al final de esa etapa, yo sencillamente descansé de toda la tensión social. Después de la secundaria pasé casi dos años sin mucha actividad de pares. Medité ampliamente sobre las causas y comprendí, después de mucho trabajo y quebrantos, que había algo allá de la intencionalidad quirúrgica que producía estas agresiones.  El componente social, un asunto de masa, en la cual la condición de integrarme al contingente era fungir como target  (foco) del bullying.  

Siempre soñé con que mis bullies me pidieran disculpas, no el de tercero de kínder, a quien después le agarré cariño durante la primaria. No a los de la primaria, pero sí a los de la adolescencia, porque pensaba que las experiencias de la amistad durante la preparatoria les haría reflexionar sobre el tramo difícil que yo atravesaba y podrían ofrecer comprensión y empatía concluida la etapa.

Pero en lo que después fui cayendo en cuenta es que hay agresiones que se valen en esta sociedad, y por ende aquellos que me agredían por ser hija del gobernador, eran apreciados o tolerados por neutralizar a un personaje que, en su mente, de otra manera los hubiese agredido por tomar la bandera de ser hija de un gobernador como motivo para despreciarlos.

De igual manera en San Pedro, ser hija de un priista nunca ha sido del todo bien visto, tengo esa impresión. Los padres de familia seguramente les imbuían a sus hijos prejuicios, como si yo fuese por herencia, y necesariamente, una persona indigna, como si mi papá fuese por default un ladrón.

La adultez ha tenido sus aristas, y si bien los años han vuelto más noble mi vida y me han vuelto más apta para detectar situaciones de bullying, mobbing y similares, caí de nuevo en una trampa nueva hace un par de años.

Con toda la responsabilidad que tengo por abandonar situaciones de violencia social, pues he aprendido de ellas a lo largo de los años, fui deshaciéndome de esta última de modo tardío. No es momento para dar detalles, pero sí debo decir que ya de adulta las situaciones de bullying van teniendo costos más altos. 

Nos devuelven a los momentos de indefensión que vivimos de niños, nos recuerdan lo insignificantes que logramos sentirnos, lo pobres de recursos que éramos. Nos hacen revivir eso, pero racionalizándolo, dándole un encuadre adulto que es un arma de doble filo, pues suelen petrificarse nuestras dudas y pueden pasmarnos. Se extraña la fluidez de pensamientos cuando niña.

En la confusión y pasmo se atraviesan nuestras carreras, la lucha por explorar nuestros talentos ─dentro del acelere moderno─ y claramente lo necesario de reforzar una habilidad de preservar relaciones humanas sanas. Los golpes de los bullies adultos están mejor dirigidos. Al enfrentar estas presiones parece ser que lo más sencillo es volvernos los bullies, utilizando una especie de lógica de merecimiento social, estimando que adquirimos el derecho a agredir por el sufrimiento de nuestro pasado.

Otro de los peligros del hostigamiento de adultos es permitir la trascendencia de datos de las emociones cuya única función es rememorar situaciones traumáticas, en vez de utilizarlos para, en el mejor de los casos, resolver los residuos del golpe de la infancia. 

Ciertamente se yuxtaponen emociones anacrónicas. Resulta todo muy raro, y sin cierta claridad de mente y acceso a la amistad de personas solidarias, podemos captar la señal del modo equivocado.

En suma, las cicatrices de las agresiones de la infancia no son cosa de juego, aunque el desprestigio del psicoanálisis tradicional ha tendido a banalizarlas. Justo hace unas semanas estaba defendiéndome de un ataque virtual, preguntando por Facebook por los pormenores de mi atacante; lo primero que me dijeron fue que había sido un niño fuertemente hostigado durante su etapa escolar, cuyo deporte del presente adulto era denostar a sus ex compañeros en base a cómo se ven en sus fotos de Facebook. Irónicamente, la chica que me dio ese dato no sabía que en una parte del mensaje que me envió el chavo hizo una serie de juicios sobre mi persona en base a que en ese momento en especial no tenía una foto mía en mi perfil.

 

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pq94

La Quincena N?92


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