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1072 4 Junio 2012

 

La Guerra de Cristo
Hugo L. del Río

Monterrey.- La Guerra Cristera (1926-1929 y, en una segunda edición, 1934-1938) es uno de los episodios más absurdos y dolorosos de nuestra historia.

Hasta donde entiendo o procuro entender la irracionalidad de ese baño de sangre, no veo héroes en ninguno de los bandos. Lo que atisbo son miles y miles de mexicanos analfabetos, muertos de hambre, conducidos al matadero por hombres cuyo único Dios es el poder.

Soldados o cristeros: lo mismo da. Verdugos y víctimas de sus hermanos: mexicanos empalados, quemados vivos, mutilados, violados por otros mexicanos.

Éstos gritan “Viva Cristo Rey”; aquellos “Arriba el Supremo Gobierno”. Alaridos de guerra y muerte que no significan nada.

¿Por qué me preocupa ese trágico episodio a tanta distancia en el tiempo y la geografía? Mi inquietud nace de la actitud beligerante tanto del sector duro de la Iglesia católica como de las legiones de anticlericales.

No buscamos culpables: para qué.

En correspondencia, más con nuestra formación de intolerancia que con nuestra filiación política o ideológica, ya juzgamos y condenamos.

Somos, los mexicanos, refractarios a la verdad. La soberbia y el insano apetito de dominio llevaron a Calles y a la jerarquía católica a una colisión que todavía enluta y divide a México sin que ni el sonorense ni los obispos aquellos hayan perdido el sueño o el apetito.

“Qué bueno que hubo cristeros; qué bueno que ya no los hay”, fue el infame razonamiento del Episcopado.

¿Reos de actos de barbarie? El gobierno y los cristeros perpetraron por igual atrocidades sin nombre. Y Estados Unidos, claro, intervino en nuestra querella.

La sociedad norteamericana también se escindió: Washington, a favor de Calles, a quien permitió reclutar aviadores militares estadunidenses que bombardearon y ametrallaron a tirios y troyanos: son mexicanos, “greasers”: quién va a distinguir entre rebeldes y federales.

A su vez, los católicos norteamericanos enviaron dinero, médicos, enfermeras, medicamentos y, claro, armas.

No, lo siento: el general Enrique Gorostieta no merece el título de héroe. Ni siquiera era católico: nunca ocultó su rechazo a la Iglesia católica. Fue un mercenario: tres mil pesos oro al mes y un seguro de vida por otros veinte mil. Combatió para defender a la dictadura de Porfirio Díaz y al usurpador de Victoriano Huerta.

Lo único que se puede decir en su favor es que respetó a sus pobres, famélicos guerreros descalzos.

Roma tiene rato exhumando cristeros, muchos de ellos mutiladores y asesinos de maestros rurales, y ahora nos recetan ese bodrio fílmico para bañar en luz de santidad a infelices campesinos que fueron a la muerte porque el cura del pueblo les decía que si no combatían por el Reino de Dios en este mundo al morir irían al infierno.

El infierno estaba aquí. El infierno sigue estando aquí.

 

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