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2038 17 Febrero 2016

 

 

El retrato perdido de María Félix
Eloy Garza González

 

Monterrey.- “El retrato que pintó Diego Rivera de María Félix está perdido”, digo candorosamente en mitad de una cena en el centro cultural Mandela. Eugenio Martínez, a quien acaba de presentarme Andrés Meza, se toma un caballito de tequila y luego me corrige: “No es verdad, esa tela de dimensiones colosales la tengo yo”.

Es como una revelación. Deduzco que los milagros son solo cosas que ocurren raras veces. Y ésta es una de ellas.

Entre la obra tardía de caballete de Rivera, este cuadro es mítico: transluce el cuerpo de la Félix bajo un vestido vaporoso. Eugenio Martínez la heredó de Roberto Sada hace muchos años. Quedó como centro pictórico de su penthouse en el Waldorf Astoria de Nueva York. Quien visita el piso, se olvidará de asomarse por la ventana para contemplar Park Avenue, magnetizado por la figura gigantesca de María Félix, quien obliga al visitante a que admire su juventud eterna.

“¿Por qué no lo exhibimos en el Mandela?”, aventuro a Eugenio con la esperanza de que me diga que sí. Por fin una gran obra de Rivera, quizá de las más célebres, al alcance de los regiomontanos, luego de muchos años de permanecer oculta, como si la propia actriz se recatara de lucirse ante los ojos extraños; ella, tan acostumbrada a ser examinada en vida por millones de pupilas extasiadas. “Sí se puede –responde Eugenio–, pero hay una contrariedad que se llama Juan Gabriel”.

El retrato hasta ahora oculto fue consecuencia de los amoríos entre la hermosa María y Rivera, cuya ostentosa fealdad reñía con su fama de mujeriego. El plan era que el cuadro de la Félix fuera la pieza principal de la gran exposición retrospectiva del mejor artista de México en el Palacio de Bellas Artes. Diego pidió a María que posara desnuda durante cuarenta horas, en su estudio de San Ángel. La modelo accedió con la única condición de que no hubiera testigos. Sin embargo, unas cuantas fotografías dejaron constancia del proceso creativo, en el que los ojos desorbitados del famoso pintor se clavaban sobre su modelo.

Como era frecuente en tales casos, Rivera le pidió a María que se casara con él. El Universal ganó la exclusiva de la promesa de boda y recordó en la misma nota el pequeño detalle de que el pintor aún era esposo de Frida Kahlo. El escándalo fue mayúsculo. Más cuando Rivera propuso para consumar la noche nupcial un ménage à trois con una amiga suya, modelo de 22 años, refugiada española. Cuando Frida se enteró, estalló en cólera (como era de esperarse). Rivera le dijo que en el fondo lo hacía pensando en ella: “mi presencia es perjudicial para tu salud, Friducha mía”.

Si María Félix dejó que corriera el escándalo, lo hizo por un propósito perfectamente natural en ella: era publicidad gratuita. Y Diego tampoco cantaba mal las rancheras. Para darle un escarmiento, Frida Kahlo abandonó un par de meses la Casa Azul y rentó un departamento cerca del Monumento a la Revolución. Pero apenas llegó, dejó un cigarro encendido, se le quemaron las faldas y apenas alcanzó a salvarla el portero del edificio que escuchó sus gritos. Ese accidente y los dibujos que le envió un arrepentido Diego con la leyenda: “Mira cómo llora tu enamorado sapo-rana”, convencieron a Frida de regresar a los brazos de su amado esposo.

Curiosamente, Frida Kahlo se hizo amiga íntima de María Félix hasta su muerte. Diego retiró a regañadientes el retrato de la actriz para su exposición retrospectiva y lo sustituyó por un desnudo integral de la gran poeta Pita Amor, a quien le encantaba desnudarse con o sin pintor al frente. Del tan cantado matrimonio ya nadie dijo nada. Cuando el Presidente Miguel Alemán inauguró la exposición se quedó viendo un buen rato el retrato de Pita Amor y la poeta le dijo que en ese óleo Rivera había logrado retratar su alma, a lo que el Presidente respondió: ¡Híjole, pues qué alma tan rosita tiene usted!”

“¿Y por qué Juan Gabriel es una contrariedad para traer al Mandela el retrato de la Félix?”, le pregunto a Eugenio Martínez, quien se toma otro caballito de tequila para responderme: “Porque es parte de un litigio entre los hijos del cantautor y yo. Es un proceso legal en el que he gastado tiempo y dinero y no tiene visos de arreglarse”. 

Me quedo con los brazos cruzados: una obra monumental de Diego Rivera, escondida en uno de los pisos del fastuoso hotel de Nueva York, acumulando polvo e historias pecaminosas. Sorpresas te da la vida, dice una canción, y yo añado que a veces también nos pasa lo mismo con el arte.

 

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