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2071 4 Abril 2016

 

 

Alexis Tsipras: el bronco de Grecia
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Su amor por sí mismo es propio de los modernos populistas que se asumen como antipolíticos, como enemigos del sistema, como outsiders, aunque hallan vivido casi toda su vida dentro del presupuesto público, vía un partido político. Su ego es tan desmesurado que no lo restringen lealtades ni alianzas permanentes.

Navegan por la libre, sueltan amarras y sacrifican a sus aliados con tal de estar en la cúspide del erario público. Son primero ellos y después ellos. Es Alexis Tsipras y su proyecto personalista para gobernar y medrar lo que queda de un gran país que alguna vez se llamó Grecia.

Las circunstancias de la crisis de insolvencia económica auparon a este cuarentón, ingeniero civil, al poder. Pero ya montado en el caballo del Estado, el sistema parlamentario de su país lo descabalgó de su estatus de Primer Ministro. Llegó por primera vez a la cúspide con la Coalición de la Izquierda Radical (Syriza), pero con facilidad pasmosa, para retornar a Palacio, desmontó la maquinaria electoral progresista y le asestó un puntapié a los más radicales. Al poder se aferró con las uñas, desdeñando uno tras otro a sus compañeros de batalla y de ruta.

Su primera victoria efímera le implicó jugar el papel de neófito, de novato con ínfulas de grandeza que viene de afuera, que no conoce los protocolos del reino, pero que defiende a capa y espada según él a los desplazados, los abandonados, los rechazados por el capitalismo. Una bandera electoral como cualquier otra, no una misión de vida.

Su segunda victoria, el 26 de enero de 2015, ya pactado con sus enemigos de la Troika, fue muy diferente: Alexis Tsipras demostró cínicamente que es un político independiente, o más bien un narcisista solitario, que no ocupa escuderos ni asesores de planta. Con esa posición marginal no prometió resolver la crisis de las deudas de la Eurozona. Se enfocó más bien en subir el IVA y empeorar las pensiones: romper el espinazo de un pueblo ya de por sí moribundo.

Tras ostentarse como enemigo de la política mainstream y dar a entender que trastocaría el establishment; tras alardear de un nuevo modelo de país sustentado en la protección social, este comunista de convicción desde finales de los 80, arrebató en 2008 el liderazgo de Synaspismós, el partido que conformó Syriza, y en cuatro años lo convirtió (justo es decirlo) en una maquinaria electoral que pegó en la línea de flotación del bipartidismo de Nueva Democracia y del Pasok.

Tsipras asumió una actitud beligerante, una militancia ciega para cautivar a los condenados de la tierra y torpedear a la Unión Europea. Demandó a gritos el cese de las políticas fiscales de la Troika y exigió aplicar un segundo plan de rescate crediticio, manteniendo a Grecia en la moneda única pero criticando sin piedad al enemigo alemán. Toda una declaración de guerra al más puro estilo rojo.

Los griegos, sobre todo los electores de estratos bajos, le creyeron de nuevo su verbo populista y su buena imagen mediática. Tsipras tiene una retórica que engaña y seduce a quien no lo conoce realmente. Incluso sus aliados del Partido de la Izquierda Europea, lo candidatearon para asumir la presidencia de la Comisión Europea en las elecciones de la Eurocámara, en mayo de 2014.

Sin ambages, Tsipras declaró que se enfrentaría a los barones financieros y los obligaría a arrodillarse frente a él. Con su populismo de salón logró adelantar las elecciones generales en diciembre de 2014, cuando el Parlamento se vio impedido a investir al nuevo presidente de la República. Y fue su momento de revancha. Estas votaciones del 25 de enero de 2015, representaron la reivindicación de su personalismo que siempre estuvo ahí pero solapado, oculto, disfrazado; la prueba de fuego para el arte de su eficaz demagogia.

En esta segunda elección, pocos percibieron que Tsipras, despistadamente, había cambiado de retórica. Se limó las garras, se quitó los colmillos, atenuó el coraje. Había presionado sutilmente para que desde su primer mandato los radicales de su coalición presentarán su renuncia, comenzando por su antiguo Ministro de Economía, el izquierdista radical Yanis Varoufakis.

Este financiero carismático, que se autonombra “marxista extraviado”, administró la deuda griega bajo el siguiente criterio: así como los antiguos atenienses rendían tributo al mítico Minotauro, ahora los griegos y los demás habitantes del mundo envían fuertes sumas de dinero a la nueva bestia: EUA, el nuevo Minotauro global. Tsipras alejó de su círculo de mentores financieros a Varoufakis para negociar mejor con la Troika y darle forma a la otra bestia: el Minotauro local que le suministra recursos a él mismo.

Y es que ante la sorpresa de sus antiguos seguidores, Tsipras regresó al poder reconociendo de inmediato, sin chistar, la deuda griega. Aceptó reestructurarla y retractándose de su condena inicial al Pacto Fiscal Europeo, garantizó diseñar un presupuesto equilibrado y realista, al gusto de sus antiguos enemigos. Sus huestes no podían creer lo que escuchaban de su afamado líder. En su segunda cabalgata al poder, el bronco de Grecia se desnaturalizó. Y peor: se amansó.

El epítome de la izquierda moderna europea, el hombre rebelde camusiano, que había prometido poner fin a la Gran Recesión en un par de años, sin que al pueblo le costará el mínimo dolor y recuperando en un santiamén ese 26% del PIB que cayó brutalmente desde 2008, entregó a Syriza al enemigo y aumentó el tributo al Minotauro local, en forma de impuestos.

En su segundo ascenso al poder, Tsipras apenas ganó con 36% de los sufragios y 149 escaños, dos por debajo de la mayoría absoluta, pero eso no justifica que se entregara a la agrupación de extrema derecha de los Griegos Independientes (ANEL) y aceptara todas y cada una de las condiciones de la Comisión Europea, el BCE, el Bundesbank y el FMI. Una sumisión plena a la Eurozona.

Ahora, asilado pero arrogante hasta el final, al joven Alexis Tsipras no le queda más que cultivar en los medios masivos su vanidad desmedida, su personalismo de marioneta y el mito de gobernar a sus anchas, como un rey que marcha desnudo en el desfile y que alguna vez, un día remoto de su vida, se creyó un voluntarioso bronco de izquierda.


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